Andrés Manuel López Obrador llegó a la presidencia de México hace nueve meses con una cuádruple promesa económica: ampliar y redefinir los programas sociales en un país en el que la pobreza afecta a cuatro de cada 10 personas —“primero los pobres”—, abatir la corrupción, invertir en un puñado de proyectos de infraestructura (tren maya, refinería de Dos Bocas y el aeropuerto de Santa Lucía) y no subir los impuestos hasta, al menos, el ecuador del sexenio.
- Tras un primer año marcado por la austeridad, sin embargo, los números empiezan a no cuadrar: la economía se ha frenado —y, con ella, la recaudación del fisco— y el Presupuesto de 2020 no contendrá alzas fiscales de calado, salvo, quizá, una tasa sobre las actividades digitales. Para sostener la ambiciosa agenda social del nuevo Gobierno, México tiene que ingresar más. Cuanto antes.
El margen es cada vez más estrecho. Un lustro después de la última reforma fiscal, aún en tiempos de Enrique Peña Nieto —“relativamente exitosa, pero que se quedó corta en algunos aspectos y no eliminó muchos privilegios fiscales que hoy siguen existiendo”, en palabras de Hugo Beteta, jefe de la Cepal en México—, el impulso recaudatorio inicial se ha diluido. Y a unos ingresos estancados y, aún peor, desacoplados del resto de América Latina —donde, aunque moderadamente, la recaudación ha subido— se suma una coyuntura cuando menos desafiante.
México sorteó la recesión in extremis en la primera mitad del año, un periodo en el que la inversión tocó su mínimo en casi cinco años y la creación de empleo siguió desacelerándose. Un cóctel de difícil digestión en el que ni la retórica y ni las primeras decisiones del Ejecutivo han ayudado: la cancelación, incluso antes de enfundarse la banda presidencial, del nuevo aeropuerto de la capital y su sustitución por un proyecto, el de Santa Lucía, que rezuma dudas; la salida de su secretario de Hacienda, Carlos Urzúa, aireando severas discrepancias; la indefinición de la política energética.
Los ingresos públicos, estructuralmente débiles, tienen varios lastres históricos: un mercado laboral con más de la mitad de los trabajadores en la informalidad y con uno de los salarios medios más bajos de América Latina, y una evasión que, pese a los esfuerzos, sigue cabalgando a niveles incompatibles con la construcción de un Estado de bienestar. Con la recaudación en el entorno del 14% del PIB, diez puntos por debajo de la media de la OCDE —lejos incluso de Chile y Turquía, los otros dos emergentes del club—, muchos esperaban que con la llegada de López Obrador al poder se produciría un viraje en la senda tributaria. De momento, agua.
La austeridad a ultranza se acerca a su límite: tras cortar grasa y gastos superfluos, las tijeras han llegado al músculo, afectando a sectores tan sensibles para el futuro como la salud o la investigación o promoción del comercio. Y con los tambores de la recesión redoblando en medio mundo, el gran debe es reforzar las entradas de caja cobra aún más importancia. La teoría de los ciclos —y estamos en el periodo de crecimiento más largo de la historia de EE UU— amenaza con imponer pronto su ley.
- La pregunta empieza a no ser tanto si viene una sacudida, sino cuándo llegará: China sufre los rigores de la guerra comercial; el catarro de la industria automovilística acecha a Alemania; en el principal socio comercial mexicano y casi único origen de las remesas, Donald Trump batalla contra la Reserva Federal para que rebaje los tipos.
- Y una verdad tan irrefutable como la teoría de los ciclos: cuando la macro no acompaña, el erario lo pasa mal: el Presupuesto de 2019, como recuerda Luis Foncerrada, director de la Universidad Anáhuac Mayab, se hizo con una previsión de crecimiento de entre el 1,5% y el 2,5% y la expansión va a quedar finalmente en la mitad. Menos ingresos, menos margen de maniobra para el Ejecutivo./EL PAÍS