Por Blanca Sánchez Flores
La vida parece detenida y hasta los pájaros silenciaron su trino. Ellos que revoloteaban y alegraban los días al despertar la mañana, ahora están en sus nidos cobijando a sus pequeños con sus alas. Aunque quisieran, en esta pandemia, ellos, los cantores de la vida, no tienen cubrepicos.
El silencio en la unidad habitacional es inusual, casi tétrico. Frente a ella, hay una escuela primaria donde todos los días al empezar los trajines diarios se escuchan las risas de niños y niñas escolapios que corren y se empujan para entrar a tiempo a clases.
Hoy esos pasitos rápidos, sus risas, los gritos y regaños de las madres para que se apresuren sus vástagos cesaron al igual que los ladridos de los perros y los amos instándolos a regresar: ¡Hey Bobby! ¡Ven chiquito, ven..!
Los automóviles están inertes, ni un motor se enciende. Los vecinos parecen no estar, diluidos, no hay música ni gritos, pero todo el día aquí huele a comida; la vecina del departamento de abajo hizo hotcakes, el olor de la mantequilla inundaba el entorno…
Otro más hizo huevos con chorizo pues los chirridos del aceite y el penetrante aroma invadieron el edificio en una sucesión de muestras gastronómicas que despiertan los sentidos. El ruidito de la escoba delató al vecino de arriba: «zas, zas, zas» y después el trapeador rozando suavemente el piso para mantener todo limpio y evitar contagios…
La vida está en pausa y los espíritus más libres se regocijan de ser y de estar; son de las y los afortunados que pueden mantenerse en casa porque tienen energía eléctrica, agua y comida…
Pero algunos están inquietos y preocupados. Se saben afortunados en la pandemia porque hay conciencia de que no todos corren con igual suerte.
Piensan en ellos y en ellas, en esos seres quienes deambulan por las calles sin tener dónde resguardarse.
Piensan en los limpiabotas, cilindreros, músicos, billeteros, limosneros, limpiaparabrisas; en los «viene-viene», empacadores de tiendas comerciales a quienes dijeron: «muchas gracias, váyanse a casa, y regresen hasta nuevo aviso».
¿Qué harán ahora que se quedaron sin ingresos, ellas y ellos que con ese modestísimo trabajo sacan adelante su hogar?
La televisión sólo se ocupa de los famosos y quiere saber cómo la pasan los cantantes, actores y actrices, los futbolistas, los poderosos…
Como siempre sucede, los más necesitados, los desamparados aunque están allí, aunque siempre han estado allí, hoy más que nunca son invisibles. Ellos y ellas no pintan, no cuentan, no existen incluso en tiempos normales y si los ven, los demás simplemente los esquivan.
Ellos y ellas, personas cuyo hogar es la calle, el último peldaño hacia abajo de la escalera social ¿quién los socorrerá? ¿Quién se ocupará de ellos? ¿Serán atendidos en las “solidarias” clínicas privadas que se lavan la cara presumiendo en el coronavirus una caridad que siempre esquivan?
El Covid 19 es clasista, de eso no hay la menor duda.
Una cosa es segura: con un trago de aguardiente o un cigarrillo de mariguana esos parias seguirán durmiendo en la banqueta soñando que están en el paraíso, un paraíso que solamente existe allí, en sus sueños tóxicos…
¿No que todos somos hermanos? ¿Y si uno de ellos, de los parias, de los desheredados, hubiera bajado del cielo para probar nuestra calidad humana?
¿Y si fuera el mismo creador que nos puso a prueba? Para nosotros queremos y pedimos todo: salud y bienestar y nos fue concedido. A ellos y ellas, los que tienen la calle como hogar, muchas veces, hasta una mirada les negamos.
Sí, si logramos esquivar a la pandemia, ojalá de verdad, ahora sí, pero en serio, aprendamos la difícil lección de ser hermanos. (mayo 2020).