El alza en la demanda de fentanilo dejó a cientos de familias de esta región que se dedicaban al cultivo de amapola sin empleo, sumidas en la miseria. Esta situación obligó a algunos pobladores a migrar. Hace cuatro años, en 2016, lo que faltaba en el pueblo eran manos para recoger la cosecha de amapola. Se llegaba a pagar entre 15 mil y 20 mil pesos por kilogramo.
Esos tiempos acabaron. En 2017 los compradores ofrecieron 7 mil pesos por kilogramo. Todos se negaron. Ese año nadie vendió, se quedaron con sus cosechas en es pera de una mejor oferta que no llegó. En 2019 casi nadie sembró, la pobreza se volvió miseria y las familias abandonaron los pueblos.
- Un estudio del Network of Researchers in International Affairs indica que la caída en el precio de la amapola se debió al aumento “exponencial del consumo” de fentanilo en Estados Unidos, en crecimiento desde 2014.
- En este pueblo, el tiempo está construido con una arquitectura distinta: el sonido no es un parámetro para medirlo, pues tanto de día y de noche predomina el silencio.
- El contraste entre claridad y oscuridad es lo que distingue el paso del reloj: las personas no caminan por las calles, los niños no juegan en la cancha, los carros no circulan. El único sonido que delata a la noche es el canto de los grillos.
Este pueblo se está vaciando poco a poco. Hace tres años inició un éxodo silencioso que muy pocos han visto, que no perturba ni le importa a nadie. De las 130 familias que lo habitaban quedan 30 y su ausencia se siente. La pobreza y la marginación también.Conseguir algo de comer es un reto. Acá no están acostumbrados a vender alimentos, de entrada, porque nadie compra, pero en realidad se debe a que muy pocos tienen algo que ofrecer. Lo poco que tienen lo cuidan, lo estiran.Para comprar más, tendrían que salir del poblado y el lugar más próximo se encuentra a 30 minutos de viaje en taxi colectivo, el cual les cobra 40 pesos por llevarlos y otros 40 por regresarlos.Por eso, los pobladores han preferido huir —sí, huir— de la pobreza, de la falta de empleos, de servicios básicos, de escuelas, de médicos… y también de
María salió huyendo de este pueblo después de que la siembra de amapola dejó de ser una fuente de empleo.
Todos huyen
Hasta hace tres años, aún tenían algo que les daba un poco de dinero: sus cosechas de amapola. Acá, con la siembra de la flor ocurría algo distinto a lo que sucede en otros pueblos de Guerrero: ésta arraigaba a los ciudadanos la marginación.
Acaba de cumplir un año trabajando en el corte de fresas en la ciudad de Salinas, en California, Estados Unidos. Todo ese tiempo no ha podido enviarle dinero a sus tres hijos, quienes se quedaron solos en su pueblo. Lo que ha ganado es para pagar los 200 mil pesos que le prestaron para cruzar la frontera entre México y Estados Unidos.
La mujer sembraba —junto con sus hijos— hasta media hectárea de amapola y, en sus mejores tiempos, logró cosechar hasta 2 kilogramos y medio de goma de opio. Le dedicaba tres o cuatro meses al cuidado del cultivo y ganaba hasta 37 mil pesos. No eran suficientes, pero les alcanzaba para sobrevivir.
María está por terminar de pagar el préstamo y espera que este año sí pueda enviar dinero para que sus hijos tengan qué comer y vestir, y puedan ir a la escuela. Mientras, Jaime, de 17 años, Vicente, de 12, y Bernardo, de 11, se las seguirán arreglando solos.
Nueva droga influyó en debacle
En 2016, en este pueblo lo que faltaban eran manos para recoger la cosecha de amapola. Tenían que salir a las comunidades vecinas a buscar trabajadores porque acá todos estaban ocupados: unos sembrando y los que no tenían dinero para invertir o tampoco tierras, se rentaban para limpiar, fertilizar, rallar o cosechar la goma.
“Mis tierras no son buenas, pero recuerdo que me iba de peón, terminaba en la siembra de uno y me iba a la de otro”, recuerda Abelardo, quien ahora es el secretario de comisario y representante de la escuela primaria ante el programa federal Escuela Nuestra.
- De peón, afirma, ganaba hasta 150 pesos, pero había trabajo para él, su esposa y hasta para sus hijos. En los tiempos de cosecha, cada familia obtenía mínimo 600 pesos diarios.Hubo un momento en que algunos pobladores sembraron amapola hasta tres veces al año: la demanda era mucha y constante. Juntaban entre todos hasta 30 kilogramos de goma al día en temporada de cosecha.
Llegaban hombres en camionetas por las flores. El trato era con un representante del pueblo, quien juntaba toda la goma. Unos pagaban por el kilogramo 15 mil pesos, otros, 17 mil, y en una ocasión lo pagaron a 20 mil pesos.En el pueblo se recuerdan temporadas muy buenas, como en 2016, cuando Ricardo, un adolescente de 16 años, sembró solo media hectárea y cosechó 2 kilogramos.
Recuerda que ganó 30 mil pesos que compartió con sus papás y se compró ropa y un celular.Pero el joven tiene otra anécdota que cuenta como hazaña: él, su hermano y su papá cosecharon 10 kilos. Se los pagaron a 17 mil pesos.
Aunque reconoce que alguien más tiene el récord: un poblador cosechó 12 kilos en una temporada y se los pagaron a 17 mil pesos.Esos tiempos se terminaron. En 2017 llegaron otra vez los hombres de Acapulco, Chilpancingo, Tlapa o Puebla.
- Les ofrecieron 7 mil pesos por kilogramo. Todos se negaron. La oferta apenas y les daba de ganancias mínimas.Ese año nadie vendió, todos se quedaron con sus cosechas esperando a que un nuevo comprador les hiciera una mejor oferta, pero nunca llegó.
- Guardaron casi un año las flores, hasta que se animaron a venderlas a 7 mil pesos, pero esta vez tuvieron que llevarla hasta Acapulco, corriendo el riesgo que eso implica.En 2019 casi nadie sembró, la mayoría comenzó a huir.
“No sé qué pasó, se fue para abajo [la venta]. Ya no hay salida. No supimos por qué dejaron de venir [los compradores], la cosa es que la gente dejó de trabajar”, dice Abelardo./EL UNIVERSAL