Conforme se acerca la nueva crisis económica el gobierno de Enrique Peña se hace más triunfalista. No cesa en repetir que todo va bien debido a la “fortaleza macroeconómica” del país. Sin embargo, es en ese terreno donde las cosas van peor.
La devaluación del peso mexicano en lo que va del sexenio se está empezando a reflejar en la inflación y durante los próximos meses se hará más fuerte. Pero el problema no sólo consiste en el rimo de crecimiento de los precios sino en una bajada de la producción industrial que ya se observa. La combinación de inflación y recesión es un esquema ruinoso sobre el que los economistas se han devanado los sesos pero que no encuentra suficiente explicación teórica, sin embargo ya la hemos padecido y todo indica que vuelve.
El factor inflacionario más importante es la devaluación del peso pero combinada con el incremento en las tasas de interés. Mientras que la tasa de cambio se modificaba en forma de desliz tuvo poco impacto en la inflación pero ahora, que se ha conjugado con el aumento en el rédito, nada será igual. Además, es evidente que la devaluación acumulada ha llegado a impactar los precios de los componentes importados que son muchos.
El problema se ha complicado por la recesión industrial que se avizora. No existe nada en este momento que indique que la industria revertirá pronto su declinación. Como sabemos, México depende en la mayor medida del mercado de Estados Unidos y en especial de las manufacturas y materias primas. Frente a esto, no es de esperar que el mercado interno mexicano posea de inmediato la capacidad para absorber una masa mayor de productos manufacturados. Eso no va a ocurrir. ¿De dónde viene entonces el optimismo del gobierno?
Las declaraciones de Peña y su gabinete se dirigen más bien a apaciguar a los mercados pero es un vano intento. Los inversionistas deciden sobre la base de cálculos en los que no entra la propaganda de los gobiernos. La salida de dólares seguirá y, en consecuencia, la devaluación del peso y el aumento del rédito.
Se requiere en consecuencia activar las inversiones y el mercado interno. Aquí es donde el gobierno no sabe por dónde empezar. El error fue usar parte de la deuda contratada por Peña en gastos corrientes, frenar las inversiones públicas en energía y dilapidar los aumentos de impuestos. La desconfianza de los inversionistas era ya palpable desde el inicio de la presente administración porque si no hay despegue económico no habrá más recaudación y por tanto no se fortalecerán las finanzas públicas que son la base del pago de los intereses devengados por los poseedores de bonos gubernamentales. Este fenómeno ha estado presente durante estos años y nada realmente trascendente intentó el gobierno de Peña para revertirlo.
El recorte presupuestal en curso ha generado una disminución de gastos sociales con cuyo sacrificio se da cobertura al flamante superávit primario, es decir, un esquema en el que al gobierno le sobra dinero recaudado antes del pago del servicio de la deuda. En otras palabras, el fisco toma más dinero de la economía real que el que regresa. Así no es posible salir del agujero.
Los recortes deben afectar al gasto innecesario, empezando por los sueldos de la alta burocracia y sus inmensas erogaciones personales y políticas. Además, dar a las finanzas públicas una plataforma recaudatoria robusta, es decir, cobrar efectivamente los impuestos y dejar de perdonar a los deudores. Todo ello en medio del combate a la corrupción que en México es un factor más de la mala conducción económica. El resultado debería ser aumentar la inversión pública productiva y fortalecer la capacidad adquisitiva de los ingresos de los trabajadores del campo y la ciudad.
Para revitalizar la economía se requeriría un plan de unos cinco años por lo menos. El problema sin embargo es comenzar.