La injerencia presidencial en los procesos electorales era tan fuerte y directa en México que se prolongaba mucho más lejos que la integración de los órganos comiciales y se inscribía en la designación de candidatos del partido oficial y de otros varios, así como en el financiamiento con recursos públicos y la gestión de privados. En el campo de las formas todo era simulación.
El presidente tenía impunidad y las críticas personales en su contra eran escasas y riesgosas. El presidente acalló y castigó a críticos –periodistas y políticos— con violencia o arbitrariedad y jamás polemizó con sus víctimas.
No se informaba sobre la gestión cotidiana del jefe del gobierno, sus orientaciones e instrucciones propiamente gubernativas no eran conocidas. De vez en cuando, el presidente fijaba su opinión o impartía en público alguna orden, generalmente para hacer propaganda de acciones solicitadas o anheladas por algún sector de la sociedad.
El llamado primer magistrado de la nación o jefe de las instituciones nacionales expresaba sus opiniones principalmente a través de otros funcionarios, eludía el debate directo. Cuando se veía orillado a decir una cosa, con frecuencia se hacía algo diferente. La hipocresía era forma de ser del comportamiento oficial.
Las conferencias de prensa y otras comparecencias del actual presidente de la República son parte de un cambio tan grande de costumbres políticas que han provocado escándalos, objeciones, odios y fobias enfermizas. Esto es todo un fenómeno. El nivel de debate de Andrés Manuel López Obrador con la llamada gran prensa, las oposiciones y las organizaciones sociales contestatarias sigue siendo alto y fuerte luego de más de dos años de gobierno.
En este marco, no podía faltar el conflicto con una mayoría de integrantes del Instituto Nacional Electoral que con frecuencia adopta militancias políticas y enemistades con casi todos los partidos políticos. El INE ha centrado su línea en regular las conferencias de prensa presidenciales y otros discursos que pudieran hacer alusiones de carácter político. La autoridad electoral ha llegado al extremo inaudito de tratar de prohibir frases que no se han dicho aún, es decir, una especie de censura previa, terminantemente prohibida. Pero aquí es peor porque abarca algo desconocido, ya que es sobre lo que el presidente pueda llegar a decir en algún momento. Esa es la censura del mal posible.
Es peor si se considera que la norma inventada en el INE iba dirigida a una persona, aunque agregaron de último minuto a los gobernadores como simple simulación. Norma privativa, diría algún jurista de inspiración decimonónica, la cual está expresamente prohibida por la Constitución.
Por fortuna, el intento del INE ha sido revocado por el Tribunal Electoral.
El punto al que nos lleva todo lo anterior estriba en que la intocable figura presidencial se ha convertido en la más desafiada y tocada debido a que existe una mayor libertad, pero también a que el presidente está en el debate cotidiano.
Se vive en México un momento de gran transición en la forma de hacer política, de tal forma que, del presidente omnímodo y jefe de todo, se tiene un presidente que sólo jefatura a su gobierno. Mas los gobiernos obedecen a las fuerzas políticas; no salen de la nada ni se apoyan en el aire. La vieja idea de que el presidente de la República era jefe de su partido (y de otros), pero no podía admitirlo públicamente, se debía a que el mandatario usaba al gobierno para beneficio político del mismo. Hoy, la enfermedad del presidencialismo se ha convertido en la agudización de la lucha política, del debate, de la crítica libérrima, aunque también, por desgracia, del insulto, la calumnia y la falsedad.
El gobierno se tiene prohibido a sí mismo utilizar recursos públicos en favor de partido alguno, pero las oposiciones miran desvío de fondos hasta en las vacunas que irán hacia toda la población. El nuevo gobierno se encuentra en situación complicada porque está en el debate y tiene que mantener cautela sobre su intervención en aquellos asuntos políticos en los cuales se enfrentan los partidos, excepto, claro está, los más importantes y trascendentes. Esto limita seriamente la acción política de la 4T en su conjunto porque los cambios no se producen con la celeridad que se requiere.
Un ejemplo de esto es que las dos cámaras de Congreso no se mueven siempre conforme al mismo diapasón. El Senado tiene sin dictamen 240 proyectos de los diputados y, éstos, 110 de su colegisladora. Además, existe pendiente en el Senado una sentencia de juicio político, que es obligatoria y tiene plazo. Las ausencias de liderazgo no es algo bueno para el funcionamiento del Estado ni para el ejercicio de la llamada democracia representativa, de la que tanto se habla.
En los países de sistema parlamentario, el jefe o jefa del partido mayoritario lo es, a la vez, del gobierno. En muchos otros de régimen presidencial, el o la titular del Ejecutivo asume el liderazgo de su partido. En México, aún con toda su historia presidencialista de excesos y corrupciones, las cosas no pueden ser tan diferentes, pues lo que puede estar en cuestión, al mismo tiempo, es la fortaleza del Ejecutivo y la fuerza del partido.
Así que pronto tendrá que llegar la hora en que, en el terreno de la relación gobierno-partido, las cosas se hagan con una mayor sinceridad y transparencia, manteniendo la ya vigente prohibición del uso ilícito de recursos públicos y de instrumentos de la gobernanza.
El presidente tiene ahora una sola cara. Eso es lo que molesta a las oposiciones y periodistas acostumbrados y beneficiados de la dualidad. Nadie nunca ha creído que a un presidente le puede importar un bledo la lucha política de partidos en la que está inevitablemente inmerso y donde juega un ineludible papel de liderazgo.
La simulación no puede ser un instrumento de la vida democrática de un país. Es un obstáculo.