Supongamos por un momento, sólo para efectos del análisis político tradicional, que la publicación de encuestas estuviera prohibida, como ocurre en la víspera de la jornada electoral.
Ahora bien. ¿De qué forma apreciaríamos el pulso electoral? Leeríamos los diarios, escucharíamos la radio, veríamos la TV, escudriñaríamos en las redes sociales, asistiríamos a los mítines, etc.
Los candidatos del PRI y del PAN dicen varias veces al día que van a ganar. AMLO, por su parte, ha dicho que «este arroz ya se coció». Nada de eso le aporta un solo voto a alguno de ellos, pero tampoco se lo quita, por lo cual pueden seguir con el mismo canto durante los próximos 55 días.
Sin embargo, hay hechos políticos relevantes.
Los actos de José Antonio Meade son intramuros, es decir, en el seno de las organizaciones priistas. Fuera del partido oficial, nadie le apoya, ni siquiera en los lugares donde predomina su propio programa, el neoliberalismo económico. Meade no promete más que sus aspiraciones u ocurrencias. Por ejemplo, ha llegado al extremo de afirmar que las universidades deben convertirse en «centros de negocios», pero tampoco generó respuesta, nadie le cree.
No hay que olvidar que Meade no era el aspirante con apoyo dentro del PRI, mas no por su falta de afiliación formal –todos conocían su priismo aún cuando había formado parte del gobierno de Calderón–, sino porque carece de experiencia política, por decirlo de una manera menos brusca.
En consecuencia, José Antonio Meade tiene los inconvenientes de ser representante del actual gobierno y carece de las posibles ventajas. Es tan genuino portavoz del dúo Peña-Videgaray que su «jefe de campaña» y eventual sustituto es Aurelio Nuño, hombre de la mayor confianza del presidente de la República. Desde esa plataforma es imposible hoy ser competitivo en el terreno electoral.
Cuando Meade se lanza contra el candidato del PAN (ya redujo ese ataque) y contra AMLO (ya lo aumentó), no obtiene votos en su favor. El aspirante priista parece no darse cuenta de que su votación no podría ser mayor que las ya pocas simpatías que conserva Peña Nieto, de tal suerte que no aumentará su popularidad por más que combata a los otros dos.
Peña y Videgaray se equivocaron, como era de esperarse. Debieron ubicar en la presidencia del PRI a una persona con alguna capacidad crítica que tomara distancia del gobierno, empezara a criticar, exigir, convocar. El reciente cambio es tardío pero tampoco resuelve algo poner a otro disciplinado conservador. El candidato, sin duda, no debió ser del gabinete. Sacarlo de ahí era algo así como un suicidio.
Ricardo Anaya presentó al principio un programa social de «renta universal», consistente en entregar a cada persona mayor de edad en el país, con o sin trabajo, una ministración mensual desde fondos presupuestales. A salario mínimo, serían unos 31 800 pesos al año por cabeza; casi 3 billones anuales en total; poco más de la mitad del presupuesto federal. Así empezó, pero así no terminará. Por lo pronto, Anaya ha cambiado radicalmente hacia otro ofrecimiento, el de otorgar 2 500 pesos mensuales sólo a «un millón de madres de familia», o sea, 30 mil millones de pesos al año: una promesa cien veces menor que la original… y apenas es candidato.
El principal ofrecimiento de arranque de Ricardo Anaya se hizo para competir con López Obrador, pero casi nadie le respondió porque era una volada electorera. Luego de dos meses, su programa social prácticamente había desaparecido.
El candidato del PAN es un neoliberal que toca por nota pero es maniobrero, se cree muy listo. Dice cosas contrarias al neoliberalismo, aunque cada día menos, con el fin de presentarse ante un electorado harto de la política económica aplicada durante más de 30 años. Pero, desde tiempo atrás, la mayoría de esos posibles votantes ya tiene candidato. En cuanto a la lucha contra la corrupción, lo que dice Anaya son palabras que se le caen de la boca.
La alianza de Ricardo Anaya con el PRD no es algo que le favorezca sino que, en cierta forma, le estorba. Se ha producido un fenómeno que consiste en que los panistas ortodoxos no quieren votar por candidatos perredistas, mientras una parte de los aún perredistas no está dispuesta a votar por candidatos panistas. El punto más relevante es que el candidato del denominado Frente, Ricardo Anaya, recibe críticas y rechazos también desde la derecha panista. Peor escenario sería difícil.
Oportunistas, sus socios; oportunista, él mismo, la candidatura de Anaya es producto de una revoltura indescifrable. En esa coalición artificiosa resalta también que no haya un líder popular. Es, precisamente, la política convertida en negocio. Algo que la gente rechaza por hartazgo.
¿Cómo competir entonces contra Andrés Manuel? La estrategia consiste en buscar reales o supuestas contradicciones en los dichos del candidato de Morena. Anaya es parte de la coalición TODOS CONTRA AMLO. No llama a que voten por él sino a que no lo hagan por otro, lo cual es una confesión de precariedad política y falta de convocatoria. Así no podría ser presidente. Tendría que pensar en otra estrategia, pues la guerra sucia ahora ensucia a quien la hace.
López Obrador encarna la crítica de los muchos años de estancamiento económico, pobreza, corrupción, simulación política, crisis de violencia y resentimiento social. Su campaña es a ras de tierra, a diferencia de las de sus adversarios. Aunque repite mucho, eso se considera necesario porque el auditorio es amplio, no sólo de sus partidarios. La gente acude a escuchar el compromiso de que las cosas no serán iguales, de que se va a acabar el régimen actual.
Un problema, sin embargo, que no suele ser menor, es el triunfalismo. Éste desmoviliza, pues, al dar demasiada confianza, limita la combatividad de la gente al acto público, al mitin, pero descuida el trabajo de persuasión hacia el resto del electorado.
Los principales candidatos del neoliberalismo –Meade y Anaya– están, al igual que Peña y Calderón, esperanzados con el segundo debate. Ya lo han dicho. Sin embargo, parecen olvidar que ya han lanzado sus dardos envenenados. Si los repiten, aburrirán. Lo que ellos no conocen aún es la reserva de respuestas y contraataques del abanderado de Morena, tanto para el segundo como para el tercer debate.
La unidad con Meade, convocada de repente por Anaya, no tiene viabilidad porque podría fortalecer a AMLO, al poner las cosas más en claro. La propuesta del panista ya recibió respuesta negativa del priista, aunque débil y enredada. José Antonio Meade, de todas formas, tiene asesores en la Presidencia, los cuales perciben lo que podría ocurrir si apoya a Anaya.
La ruta del candidato panista, el «voto útil», funciona cuando el aspirante más fuerte es el oficialista, a partir de que las oposiciones se encuentran divididas. Si éstas se unieran, desde arriba o desde abajo, podría el gobierno ser derrotado. Algo de eso ocurrió entre el electorado en el año 2000 en México. Eso es, ahora mismo, uno de los efectos expansivos de la candidatura de López Obrador. En la presente coyuntura electoral, hace un buen rato que se tiene conciencia de la probable derrota del grupo gobernante. AMLO es el opositor. Ricardo Anaya no entiende que no entiende.
Como en este análisis somero no se han tomado en cuenta las encuestas publicadas, no queda más que convocar a la ciudadanía a olvidarse de ellas, con el fin de seguir analizando el contexto político en el que puede llevarse a cabo un cambio de gran calado en este país llamado México.