Algunos lamentan que el informe presidencial se haya eliminado como acto ceremonial y que ahora sea un trámite burocrático. Pero el problema nunca ha sido la forma de presentar las cuentas sino el carácter del poder ejecutivo. Sea cual fuere el método de informar, bajo el sistema presidencialista la función de gobierno está conferida a una sola persona mientras que la representación popular vive en permanente minusvalía e, incluso, requiere una mayoría de dos tercios de sus integrantes para hacer valer sus propios proyectos de ley.
El informe del ejecutivo viene de las monarquías constitucionales y fue asumido por las repúblicas junto con otras fórmulas tendientes a reducir las funciones de los parlamentarios. Esa división en la que cada poder (el ejecutivo y el legislativo) debe sostenerse por sí mismo no se convirtió en los hechos en una dictadura congresual, como se argumentó al principio al concederse a los representantes el control de ingresos y gastos o poder de bolsa. Por el contrario, el ejecutivo tiene una enorme capacidad para brincarse el presupuesto e incluso para reducirlo en los hechos. Luego de eso, presenta cuentas y no ocurre absolutamente nada.
Quienes se lamentan de la cancelación de la lectura del informe en plenaria del Congreso consideran que hace falta escuchar los compromisos que desee hacer el presidente en turno, pero en realidad el informe fue instituido para entregar cuentas de la administración pública y no para conocer el programa del gobierno, aunque tampoco se impiden las promesas.
La cancelación de la visita anual del presidente al Congreso fue resultado de la crisis del presidencialismo exacerbado que el país sufrió durante muchos años, al tiempo que la oposición adquiría mucha mayor presencia en las cámaras. Desde 1979 se empezaron a intentar las interpelaciones al ejecutivo durante la sesión del informe. Llegó un momento en que era mejor para el titular del ejecutivo que se le impidiera hablar y que se aplicara a la letra el precepto que ordenaba la concurrencia del presidente y la presentación de un informe por escrito. Así sucedió.
Cuando el presidente concurría al Congreso, el informe se discutía en las cámaras de manera ritual y sin repercusiones; ahora que se envía por oficialía de partes todo es igual. En realidad, lo que está en crisis en México es el sistema político que opera bajo la simulación y la falta de discusiones verdaderas entre los partidos políticos.
La propuesta de crear un concejo de gobierno, integrado por los secretarios de despacho ratificados por el Congreso y presidido por el titular del Ejecutivo, fue rechazada tanto por el PRI como por el PAN. Ahora se propone para la Ciudad de México y creo que volverá a ser rechazado porque no se advierte disposición de empezar siquiera a erosionar el molde presidencialista.
En cambio, el PAN, con apoyos en el PRD, pide la segunda vuelta en la elección presidencial, la cual no resuelve el menor problema pero de seguro llevaría al país a votar en dos ocasiones para elegir a un presidente que tendría la misma fuerza política que en la primera de ellas, pues el sentido del segundo voto es algo obligado por la circunstancia.
Mejor sería terminar con el presidencialismo, modificar el sistema político del país para que el parlamento, conformado mediante la representación proporcional, formara gobierno. Con eso también se podría avanzar en lo tocante a los partidos políticos, los cuales asumirían la función de fuerza gobernante cuando estuvieran en mayoría y serían oposición reconocida cuando se encontraran en minoría. Los gobiernos de coalición serían posibles como pactos formales en el seno del Congreso para dar suficiencia parlamentaria al gobierno.
Claro, toda resolución del parlamento tendría que ser obligatoria para el ejecutivo, integrado éste en un concejo en cuyo seno se adoptaran resoluciones legales de cara al país.
Abrir la política, pues. ¿Para qué volver a la parafernalia de la lectura presidencial? Mejor que se debata entre iguales.