Si usted quiere ir a Cancún por tierra, puede llegar al río Coatzacoalcos y lanzarse a Villa Hermosa para seguir hasta Escárcega y atravesar la parte sur de la península hasta Chetumal, luego de admirar la laguna de Bacalar, tomar la carretera costera de Quintana Roo y, en unas pocas horas, llegar a las playas de Cancún o algunas mejores que están cerca, luego de pasar por otros lugares maravillosos. Si busca algo más, puede regresar por Chichen Itzá y Mérida, para tomar hacia el sur rumbo a Campeche. Usted puede hacer el viaje de ida y vuelta justamente al revés.
Dentro de poco tiempo podrá hacer todo ese periplo en tren, con mayor rapidez y comodidad.
Más de la mitad de ese ferrocarril ya existe, es muy viejo, no funciona.
En 1875 se inició un esfuerzo para ir de Mérida a Progreso en tren, lo cual se logró hasta 1881. Los ferrocarriles yucatecos tenían su gran troncal hacia el sur que llegó a Campeche en 1883 y varios ramales dentro del propio estado (la línea México-Veracruz había sido completada desde 1873). En 1906 el tren llegó a Valladolid, a 181 kilómetros de distancia. La construcción de aquellos ferrocarriles yucatecos duró 38 años. Quizá el Tren Maya pueda estar en servicio en menos tiempo.
Desde el otro lado, en 1901 se empezó a construir el Ferrocarril Central Tabasqueño, pero fue en 1935, bajo la presidencia de Lázaro Cárdenas, cuando el tendido de vías tomó cierto ritmo hasta que se detuvo en 1940 debido a la escasez de materiales provocada por la guerra.
Por fin, en 1950 se inauguró el ferrocarril completo: 738 kilómetros con 28 puentes hasta Campeche. Así, el viaje ya se podía continuar hasta Mérida. El presidente de entonces colocó el clavo del último durmiente. Era de oro… el clavo.
La mayor parte del trayecto del nuevo proyecto ferroviario de AMLO es el mismo viejo ferrocarril. La parte nueva no lo será tanto, ya que va a ser un trazo casi paralelo a la carretera que va de Escárcega a Chetumal y de ahí hasta Cancún.
Se nos quiere convencer que donde hay carreteras no puede haber vías férreas porque aquellas no afectan en nada y éstas destruyen todo: sociedad y medio ambiente. Eso es algo para pensarse varias veces.
En el Istmo de Tehuantepec existe un ferrocarril desde 1907, el cual podría cubrir la distancia de unos 200 kilómetros que separan a los dos océanos más grandes del planeta. Esa vieja vía ha sido rehabilitada y abandonada, relegada y vuelta a recuperar, pero nunca ha sido un gran corredor interoceánico. Junto a la arrumbada vía corre una carretera llena de tráilers y tanques. Nadie protesta por eso.
En México, como en otros países latinoamericanos, el ferrocarril fue emprendido en el siglo XIX y se detuvo en el siglo XX cuando aparecieron los camiones de carga pesada y se inició la construcción de carreteras y, después, de autopistas. Atrás fueron quedando los ferrocarriles por costosos, viejos y lentos.
Al abandonarse el ferrocarril se abonó otra clase de negocio con rápido retorno de la inversión y con menos trabajadores (mayor composición orgánica del capital). Todo fue para mejorar el negocio del transporte.
Llegó un momento en varios países que el ferrocarril reapareció con una velocidad de 300 kilómetros por hora o más. Sin embargo, México sigue en la película del siglo XX cuando en otros lugares del mundo ya miran otra cosa: viajar en tren es mejor que en avión, no hay largas esperas ni terminales lejanas.
Muy pocos se opusieron en el siglo XIX y en la primera mitad del XX a la construcción de ferrocarriles. Nadie protestó por árboles derribados en la vía que va desde Ojinaga hasta Topolobampo, porque todos ellos volvieron a crecer: la tala furtiva es un problema diferente.
El tren a Toluca ya se tardó demasiado por torpezas políticas, financieras y técnicas, pero eso no es fatal. Las cosas se pueden hacer de otra forma.
El gobierno debería tener ya proyectos y propuestas económicas para ligar a través de ferrocarriles modernos a las principales ciudades del norte y occidente del país con las del centro y sur. Los trazos de las troncales de los viejos sistemas ferroviarios son básicamente vigentes. La visión del siglo XIX se ha hecho presente en el siglo XXI.
Las inmensas inversiones que se requieren pueden ser gestionadas. Los proyectos Maya y del Istmo, financiados a través del presupuesto, son excepcionales. Para hacer posible obras mucho mayores se requiere financiamiento, lo cual permitiría hacerlas pronto y pagarlas lentamente a partir de sus propios ingresos. Esos son los créditos que sí hay que contratar.
El hecho de que casi todas las vías se encuentren concesionadas a empresas privadas no debería ser un obstáculo porque, aunque son buenos negocios (mucho más lo han sido, espectacularmente, en el primer trimestre del coronavirus), no dejan de ser unos fierros del pasado. Hay dos grandes concesionarios, Ferromex y Kansas City. Para una gran modernización no tendría que haber impedimento legal o económico. Entre varios se puede lograr un gran cambio. Es posible encontrar unas vías hacia el progreso.
Deberían construirse más viejos ferrocarriles de AMLO.