Azorados algunos, preocupados otros, advierten que el próximo gobierno está dispuesto a cancelar la llamada reforma educativa impulsada por Enrique Peña Nieto. El punto de inicio del debate ha sido el de que la Constitución fue cambiada para agregar algo que no pone ni quita nada a la educación pública, a saber, que la autoridad es la encargada de contratar a los profesores.
Además, fue creado por disposición constitucional un instituto de evaluación que suele existir en otros países pero que sólo en México ha de integrarse como si fuera la suprema corte de justicia, a propuesta del Ejecutivo y con el voto de las dos terceras partes de los senadores, cuyas funciones son «diseñar mediciones», «expedir lineamientos» de evaluación y «generar y difundir información.» Todo lo cual se puede hacer sin tanta pompa y costo.
No era necesario modificar la Constitución si no hubiera sido porque el gobierno de Peña Nieto no encontró otra forma de encararse con el SNTE, sindicato con dirección «charra» con canonjías concedidas por los sucesivos gobiernos (del PRI y del PAN) para designar directores hasta el nivel de subsecretario de educación básica. En cuanto a los «comisionados» de dicho sindicato (burócratas que cobran pero no dan clases), las cosas no parecen haber cambiado demasiado.
Las leyes reglamentarias de dicha reforma constitucional son en realidad el problema mayor porque, entre otras cosas, establecen un sistema de evaluación que premia a algunos profesores con incrementos de sueldo mientras que a los demás los deja igual. Esto no es compatible con la Constitución porque el trabajo es igual pero el sueldo no, aún con antigüedades idénticas.
Los profesores, oficialistas y disidentes, consideran que el sistema impuesto por Peña Nieto es punitivo, es decir, castiga sin evaluar la educación, en otras palabras, evalúa a cada maestro sin tomar en cuenta el sistema mismo.
Se ha seguido cayendo en el error histórico de suponer que el gobierno debe educar cuando, en realidad, debe ser educado. Quienes tendrían que normar el sistema educativo, tanto en su contenido como en su organización, son justamente los educadores. Pero ellos y ellas siguen brillando por su ausencia en tales funciones.
El profesorado de primaria y secundaria ha sido alojado en la escala socioeconómica más baja del trabajo intelectual. Pero no se trata sólo del sueldo sino de su intervención en el proceso educativo del cual es una de las dos partes fundamentales, junto a los educandos.
No se ha producido ninguna reforma en los contenidos, programas y métodos de enseñanza. La escuela mexicana sigue siendo de dos clases: la pobre y la paupérrima. Las zonas más pobres tienen escuelas sin equipamiento y, a veces, sin maestros, pero el presupuesto público debería repartirse igual en los lugares menos pobres y en los más pobres de México. No es así, pero ninguna autoridad «responsable» responde en algún sentido al respecto. La escuela reproduce la pobreza extrema.
La «calidad de la educación» ha querido ponerse en el centro de la tal reforma, pero no se dice qué se entiende por eso. Se trata sólo de un eslogan, sin contenido.
Para hacer un cambio en la educación, además de repartir el presupuesto de manera igualitaria porque no hay motivo para diferenciar la inversión educativa como medio de castigo a los más castigados de por sí, es preciso dar la palabra a los educadores.
La evaluación de la educación no puede consistir en aplicar el peor método de educar que es el de hacer exámenes todo el tiempo y poner a competir a los alumnos. El método de la competencia es la peor forma de alcanzar una educación formativa basada en el trabajo de conjunto y la solidaridad de los grupos de estudiantes.
Los objetivos de la educación, su calidad, no deberían estar definidos mediante la capacidad de resolver exámenes sino en aprender a resolver problemas.
La reforma no es educativa sino administrativa pero en el peor sentido. La estratificación del magisterio es una forma de romper los lazos de solidaridad e impedir el trabajo colectivo. La competencia como método de aprendizaje y de organización de la enseñanza es doblemente nefasta.
Es preciso abrogar la llamada reforma educativa de Peña Nieto y redactar nuevas leyes con la concurrencia de los educadores para que ellos y no el gobierno asuman la tarea de la enseñanza.