Llama la atención lo encerrado que suelen ser los actos políticos de los candidatos del PRI y del PAN. A ambos les falta una amplia convocatoria y, sobre todo, una respuesta ciudadana.
Esto contrasta con lo anchuroso y popular de los actos de Andrés Manuel López Obrador. Mas este fenómeno no se debe sólo al carisma personal del candidato de Morena sino principalmente al predominio de la idea del cambio y el entusiasmo que provoca.
Uno de los principales factores de la coyuntura consiste en el fracaso del gobierno de Peña Nieto en los aspectos más relevantes de la función pública: combate a la corrupción, seguridad pública, crecimiento económico, redistribución del ingreso, educación superior, entre otros. Las encuestas arrojan un porcentaje máximo de simpatía por el actual gobierno cifrado en el 20%.
En cuanto al viejo PAN, sus fracasos en los dos sexenios de su Presidencia han llevado a muchos electores a una suspicacia basada en la decepción. La corrupción no fue combatida por los gobiernos panistas, sino que ese partido se hizo funcional al Estado corrupto. Además, bajo el PAN se mantuvo el estancamiento económico y aumentó la pobreza. La crisis de violencia en el país se inició justamente en la presidencia de Felipe Calderón.
Los resultados concretos de los dos viejos partidos de México, PRI y PAN, han sido lamentables. Las inmensas tareas nacionales nunca fueron encaminadas porque ni siquiera han sido definidas como tales. En realidad, hace muchas décadas que no se sabe en México hacia dónde se supone que es deseable avanzar. El neoliberalismo en México carece de propósitos generales pues sólo tiene objetivos muy concretos: es mediocre y rudimentariamente utilitario.
López Obrador tiene una base popular que le ha servido de plataforma para convertirse, en el lapso de 12 meses, en la opción del cambio. Los otros dos candidatos carecen de una elemental credibilidad porque están vinculados al Estado corrupto.
Lo que AMLO ofrece es desarticular la forma de gobierno basada en la corrupción, la cual es característica de México. El Estado social que se promueve desde la izquierda mexicana sería un fracaso si no fuera posible superar ese sistema de gobierno. En otras palabras, es evidente que la ausencia del Estado de derecho impide cualquier programa de reformas. La peculiaridad aquí radica en que el neoliberalismo llegó a México aprovechando la corrupción preexistente y la proyectó a mayores niveles. Sin embargo, no pocos neoliberales critican la situación mexicana al respecto, incluyendo empresas extranjeras que operan en el país.
La reorientación del gasto público y el desarrollo de nuevas políticas sociales de amplio espectro tendrían agarradera en una nueva forma de control del presupuesto, no sólo para evitar el robo del erario sino también el derroche que se realiza como parte de la actividad política permanente de los gobernantes.
Morena requiere de una mayoría en la Cámara de Diputados para aprobar un presupuesto con objetivos sociales bien definidos y sin gastos innecesarios. No se trata sólo de reducir los sueldos de los altos mandos sino también de bajar los gastos de operación de todo el sector público.
Además, se requiere clausurar el departamento de regalos que existe en San Lázaro. Cada año, algunos diputados o líderes incluyen erogaciones que carecen de base en políticas públicas y, por tanto, son peticiones o promociones aisladas de carácter local. Quienes logran la aprobación directa y especial de ese tipo de gastos recogen luego el «moche», es decir, la recompensa por haber logrado «bajar el recurso». Ese departamento de regalos, el cual suele contener decenas de millones, es uno de los elementos del sistema de corrupción, por lo que es indispensable clausurarlo con sellos de acero.
El tema de la delincuencia organizada está sin duda vinculado con el de la corrupción. Si los cuerpos de seguridad, el Ministerio Público y la judicatura siguieran vinculados a prácticas corruptas, sería imposible contar con una política articulada. El llamado «sistema» en esa materia es algo enteramente formalista, tal como ocurre con el otro «sistema» llamado anticorrupción.
Se ha criticado con ahínco el planteamiento de AMLO de que si el presidente de la República combate la corrupción, lo tendrían que hacer también los gobernadores y los ediles. Se dice, como réplica, que no pueden existir «soluciones mágicas». Pues bien, magia o no, lo que es completamente seguro es que si el presidente forma parte del sistema institucional de corrupción, es imposible combatirla. En tal escenario hemos vivido en México. El cambio tiene por fuerza que partir del Poder Ejecutivo, es decir, de una presidencia de la República que tenga liderazgo político y popular capaz de abrir la lucha por un cambio en la forma de gobernar el país. Para ello se requiere estar afuera y en contra del Estado corrupto.
El otro gran punto sobre la gobernanza es el de los nuevos derechos políticos de los ciudadanos: proponer, impugnar, decidir, revocar deben ser incorporados a la cotidianeidad. Hoy, la ciudadanía es convocada cada tres años a elegir y, después, los gobernantes no le vuelven a dar ni los buenos días.
Por ello, el cambio consiste también en construir una nueva ciudadanía. Como ha dicho AMLO: «el pueblo pone y el pueblo quita.»
A los falsos demócratas todo esto les da escozor. Es evidente que ellos no están en absoluto en favor del cambio que ya se anuncia, por lo que no pueden ser opción vencedora.