Pablo Gómez
Nunca un presidente de la República había sido tan vapuleado desde los organismos de derechos humanos. Todos los comisionados que vinieron se fueron después de hacer fuertes reclamos. Otros recibieron al gobierno y a éste no le fue tampoco bien. Para completar el cuadro, el Departamento de Estado del vecino del norte ha dicho a las claras que no pudo acreditar ante el Congreso de su país que se estuviera mejorando el respeto a los derechos humanos en México, por lo cual no había podido obtener la autorización para ejercer unos cinco millones de dólares para el actual año fiscal estadounidense. El gobierno de México declaró que no admitía calificaciones extranjeras pero no explicó que ya las había aceptado cuando firmó la Iniciativa Mérida y después la mantuvo vigente. Nomás le falto a Peña que se le acercara un can con propósitos nada edificantes.
Más allá de las incomodidades del gobierno mexicano, la cuestión estriba en la situación de los derechos humanos en el país. Una sucesión de hechos indica que el gobierno no sólo viola tales derechos sino que deja de cumplir con sus obligaciones para proteger a la gente, las cuales son elementos básicos de toda función gubernamental.
Uno de los voceros del gobierno, Campa Cifrián, ha dicho que la Procuraduría General de la República es la encargada de todo lo relacionado con el caso Iguala. Lo dijo como una forma de no dar importancia al hecho de que la Seido ya no seguirá con las pesquisas sino otra subprocuraduría, justamente la que tiene a su cargo el respeto a los derechos humanos. Pero el punto no estriba en esto. Campa se equivoca.