El centro de la reforma al artículo 3º de la Constitución vuelve a ser el carácter del trabajo docente. Este tema oscurece el debate más general sobre el sistema educativo. Por ello, es preciso concluirlo pronto.
El punto es cómo se organiza el ingreso y la promoción a la carrera magisterial. La reforma de Peña Nieto montó un aparato de inspección, premiación y sanción sobre cada maestro y maestra. No era un sistema para evaluar colectivos y reformar contenidos y métodos, como se dijo, sino de reestructuración administrativa para aplicar una típica receta neoliberal basada en la competencia individual, con el máximo esfuerzo, para obtener mayor utilidad.
La nueva reforma que se procesa en el Congreso postula que el ingreso, la promoción y el reconocimiento de los maestros y directivos se base en procesos de selección marcados por la ley sin que éstos se encuentren vinculados a la permanencia de los maestros y maestras en el empleo. Es decir, que la legislación no sea punitiva ni el sistema sea vertical.
La cuestión consiste entonces en que los sindicatos no podrían proponer candidatos a ingresar a la docencia o a desempeñar puestos de dirección y de supervisión. Se crearía, por tanto, un derecho académico-profesional, paralelo a los derechos laborales. Desde luego que va a existir un cruce conflictivo entre ambos derechos, como ocurre en las universidades autónomas, pero no es aceptable seguir con la gremialización de la academia, mucho menos cuando predomina un sindicalismo corrompido.
Las instituciones de enseñanza superior no han estado a salvo de burocracias académicas que administran el ingreso y la definitividad de profesores e investigadores, pero al menos no se advierte un comercio de plazas como el que se produjo en el sistema educativo básico.
Crear una nueva ley para definir las instancias y procedimientos de ingreso, promoción y reconocimiento alcanzaría justificación plena sólo si se incorpora la participación de los maestros y maestras, es decir, si se construye un sistema democrático y horizontal. Como instancia burocrática, al estilo de la reforma de Peña Nieto, la carrera docente estaría destinada a ser de nuevo totalmente instrumental, sin relación sustantiva con el proceso educativo visto en su conjunto.
La CNTE tiene razón en temer que con una nueva ley se siga sin incorporar al magisterio en los diversos procesos de selección. No hay, por el momento, manera de convencer a esa organización sindical, o a cualquier otra, que se trata de lograr que los educadores como tales vayan reasumiendo la función propiamente educativa y propiciar que los sindicatos ejerzan bien su carácter de organizaciones democráticas de defensa laboral.
En otras palabras, no es aceptable que una burocracia política controle el sistema de ingreso y promoción, pero tampoco se puede consentir que los líderes sindicales –la otra burocracia— sigan gremializando el sistema educativo nacional.
Si la desconfianza principal consiste en el contenido de una nueva ley que habrá de expedirse en los próximos meses, nada de lo que se redacte en el actual proyecto de reforma constitucional podría superar por completo los temores al respeto.
En el estira y afloja de los textos del articulado podría avanzarse en los próximos días e, incluso, en la revisión en el Senado, pero la desconfianza no desaparecerá. La política en México ha sido conducida con engaño, mentira, alevosía, ilegalidad y cinismo. Pensar que, con el reciente cambio, la impronta del sistema político mexicano se ha adelgazado como para ser sustituida por un ambiente generalizado de lealtad, honradez, transparencia y legalidad, es sin duda un buen deseo, pero de seguro algo así ha de tardar años de arduo esfuerzo.
Mientras tanto, será indispensable que la nueva ley reglamentaria de la carrera docente, al ser expedida, contenga ya un cambio democrático en la política de admisión y promoción del magisterio. Algo que en verdad aporte al gran tema de la transformación de la escuela mexicana. Los educadores profesionales son quienes deben educar, pero, para esto, ellos deben alcanzar conciencia de tales.
Entonces se habrá de reformar otra vez el artículo 3º, con el fin de sentar ahí la base de una nueva organicidad de la conducción del proceso educativo a partir de los educadores y los alumnos, de verdaderas instancias académicas colegiadas. Será lo que el movimiento estudiantil planteó desde principios de los años sesenta del siglo XX: “una educación democrática, popular y científica.”