Los muertos, desaparecidos y lesionados del 26 y la madrugada del 27 de septiembre de 2014 en Iguala, estado de Guerrero, tienen culpables directos e indirectos. Así, también, hay responsables políticos de ese crimen como producto de un Estado sometido a la delincuencia armada. Y existen culpables de las torturas contra los detenidos, la inobservancia de la ley y la falta de probidad de aquellas autoridades que, sucesivamente, tomaron el caso.
El problema no sólo consiste en la versión del Ministerio Público sobre que los cuerpos de los estudiantes fueron arrojados e incinerados en el basurero de Cocula, a pesar de no haberse encontrado restos humanos. El mayor problema es que esa versión dio por cerrada virtualmente la investigación ministerial. Es hasta hace poco, con el nuevo fiscal general, que se intenta seguir con las indagatorias.
Son muchos los inculpados por desaparición, homicidio y lesiones, pero sus testimonios ante fiscales locales y federales no han servido para responder la pregunta de porqué la policía de Iguala se lanzó en tres ocasiones sucesivas contra los mismos autobuses en los que viajaban los estudiantes de Ayotzinapa y no se les permitió salir de la ciudad, llegar hasta la carretera, cuando ya se encontraban a una cuadra de distancia. Tampoco se conoce orden de autoridad emitida para ese propósito, a pesar de que muchos jóvenes detenidos fueron conducidos a la comisaría. Es aún más oscura la narrativa sobre la actitud tomada por el gobierno de Guerrero, incluyendo los cuerpos locales de seguridad, la Policía Federal y los efectivos militares que cuentan en Iguala con un regimiento. Todos los estratos de autoridad existentes en México estaban presentes aquella noche en Iguala.
La «verdad histórica» de Murillo Karam ha sido presentada por su propio autor como una de las más grandes investigaciones criminales de la historia de México. Sin embargo, no da respuesta a ningún asunto principal de la tragedia, entre otros, la definición de qué ocurrió exactamente y dónde se encuentran los 43 normalistas. Se habla de un basurero y sólo se exhiben restos de dos jóvenes.
Una tragedia como la de Iguala requiere una explicación amplia de los hechos en sí, como de sus motivos y propósitos. Además, es preciso ahondar en las causas y modos de esa forma de ser del aparato de seguridad y justicia, la cual consiste en que para investigar delitos se comenten delitos.
Después de cinco años existen más dudas que certezas, más versiones improvisadas que pruebas, más impunidades de delincuentes y autoridades. Es por esto que todo debe cambiar en este tema tan emblemático. El país tiene derecho a recibir un relato completo y fundamentado de la noche de Iguala. Al tiempo, los funcionarios responsables por acción u omisión, los que ocultaron evidencias o simples datos, los torturadores, los cómplices, los mentirosos deben ser convocados a rendir cuentas.
Pero hay que ir más lejos. Es preciso abordar el tema de la crisis estatal-criminal de México, la cual no se ha empezado a superar a pesar del radical cambio de gobierno. La imbricación del Estado con la delincuencia organizada permitió un inusitado aumento de las bandas y su ramificación hacia otras actividades delictivas, en especial la extorsión, que se ha convertido probablemente en el delito más frecuente de la delincuencia organizada.
Desarticular la extorsión no puede ser obra de la flamante Guardia Nacional, al menos de momento, porque ésta no cuenta con un aparato de investigación a profundidad, es decir, en las calles, sino sólo tiene fuerza armada disuasiva y persecutoria. El Ministerio Público –32 locales y uno federal– tampoco podría contrarrestar la extorsión con los escasos instrumentos con los que ahora cuenta. Se requiere montar una nueva organización de investigaciones criminales, sin importar a qué institución se le asigne.
Ahora mismo, para averiguar de nuevo la noche de Iguala, se requiere de esa estructura.