Durante los cinco años del presente sexenio, Enrique Peña Nieto ha ejercido de manera discrecional un millón de millones de pesos (más de 50 000 mdd) a través del ramo 23 del Presupuesto de Egresos, con la sucesiva ayuda de Luis Videgaray, José Antonio Meade y José Antonio González Anaya.
Ese ramo ha sido el gran instrumento político de los presidentes desde que fue creado, con otro número y nombre, en 1947, por decisión de Miguel Alemán. Desde entonces, el decreto legislativo de egresos no es constitucional en su totalidad sino que opera una regla no escrita consistente en el gasto discrecional, el cual se encuentra prohibido. En esa gran bolsa se alojan también la mayor parte de los recursos no presupuestados. Sólo el jefe del Ejecutivo puede administrar la «caja negra» (ver, Pablo Gómez, Los gastos secretos del presidente. Caja negra del presupuesto nacional. Ed. Grijalbo, 1996).
El ramo 23 (Previsiones salariales y económicas) es el resumidero desde donde se canalizan ingentes cantidades que dan consistencia al sistema de corrupción imperante en el país. Por ejemplo, desde ahí se giraron los recursos a Sedesol para la «estafa maestra», de la cual no ha dado cuenta José Antonio Meade, ya fuera como titular de Desarrollo Social o como secretario de Hacienda: todo el dinero pasó por ambas dependencias y no se sabe de cierto dónde está, según reporta la Auditoría Superior de la Federación, a la que, por cierto, nadie en el gobierno le hace el menor caso.
El sistema político mexicano no se modificó durante los doce años de sucesivas presidencias del PAN porque no se produjo cambio alguno que suprimiera el uso discrecional de grandes fondos. Eso lo sabe muy bien Meade quien también fue secretario de Hacienda con Felipe Calderón.
Desde 1947 el porcentaje promedio de las disposiciones presidenciales ha sido del 15% sobre el gasto gubernamental autorizado por la Cámara de Diputados. Se ha dicho que se trata de «gasto programable» como lo indica la ley, pero en realidad no es programado sino que durante el ejercicio se van tomando decisiones sobre su utilización efectiva.
El sistema de gastos discrecionales ha sufrido ciertas modificaciones. Algunos diputados, por sí o por encargo de sus respectivos gobernadores, presionan para elevar el monto del Ramo 23. La ampliación de la «caja negra» tiene como propósito dejar puestas grandes sumas para propósitos no programables y que no pueden ser explicados. La condición es negociar con el Ejecutivo esas asignaciones, antes de la aprobación del presupuesto, para dejarlas pendientes pero comprometidas. Enrique Peña, por su lado, ha aprovechado esta situación para hacer repartos poco equitativos entre las entidades federativas, así como dejar de ejercer algunos gastos. Traiciones entre socios. Mal reparto del botín que ha generado algunos resonantes pleitos.
La fuerza del Ejecutivo no depende de su liderazgo, de sus convocatorias y propuestas, sino de la cantidad de dinero que él pueda repartir. El Estado corrupto funciona amarrado al Presidente de la República, lo cual se reproduce en cada entidad federativa con los gobernadores y el jefe de gobierno de la CDMX.
La lucha contra la corrupción no depende de un demagógico «sistema nacional». Es absurdo que los usufructuarios de la corrupción deban ser quienes acaben con la misma. Es imposible monitorear cotidianamente a miles de servidores públicos. Lo que es preciso llevar a cabo es organizar con precisión presupuestal el gasto, para ser ejercido y fiscalizado sin permitir que existan recursos «sueltos», discrecionales.
México está en el número 135 de la lista inversa de países donde más se percibe la corrupción. Si la administración central del presupuesto es discrecional entonces las prácticas corruptas penetran en los poros de la sociedad. Todo sistema corrupto reparte dinero, bienes, posiciones y, por tanto, siembra ambiciones.
El secreto de que el empresariado en su conjunto sea débil y titubeante en cuanto a la denuncia y la lucha contra la corrupción, se debe a que en los Estados corruptos el poder del dinero se robustece porque todo se puede comprar, incluyendo la elusión fiscal. Aún más, la existencia en México de una oligarquía, a la que AMLO llama «la mafia del poder», tiene entre sus bases funcionales precisamente un sistema de corrupción con el que se hacen derramas, aunque a los más ricos y a los políticos poderosos les toca la mayor parte.
La corrupción en México ha funcionado como acumulación capitalista originaria, pues ha sido fuente de inmensas fortunas que tienen forma de bancos, fábricas, empresas de servicios, comercios, etc.
Se podría decir que los mexicanos y mexicanas sabemos, al llegar a cierta edad, que nuestras instituciones son corruptas. Algunos podrían decir que eso es generalizar demasiado, pero no, sólo es una referencia de la profundidad inconmensurable de la corrupción mexicana.
Frente a este panorama, hay dos grandes opciones: seguir creyendo que la corrupción sólo es producto de «gente mala» o entrar de lleno a la destrucción institucional del Estado corrupto. Podría haber soluciones intermedias pero, de seguro, sin buenos resultados.
Antes que persecución, hay que reformar la administración pública del país. Así de grande es el reto. No tendría mucho sentido dedicarse desde el gobierno a buscar a los corruptos (lo cual tendría que hacerse en alguna medida), si no se modifica la manera de administrar cada peso de los presupuestos y de los ingresos no previstos o excedentes.
No se crea que las leyes deberían cambiar demasiado. Bastaría con algunas reformas. Lo que se debe lograr es lo que existe en muchos países: la autorización del gasto es estricta, así como su comprobación. En otras palabras, no se puede usar dinero para lo que no está destinado por decreto, ni se debe permitir que se administre en forma irregular. Aquí no habría «cero tolerancia» sino elemental y sencilla función pública, una nueva normalidad.
Al tiempo que sea modificada la forma de administración y rendición de cuentas, se tendría que cambiar también el sistema de gestión, con el propósito de eliminar las mordidas a lo ancho y largo de la administración pública.
Cualquiera diría que el que esto escribe ha perdido la razón. Pues sí. Hay que perder la razón del sistema político mexicano, la de gobernar con manejos discrecionales de fondos públicos y raterías como método de gestión.
Este año tenemos una oportunidad. No la dejemos pasar.