La profesión de maestro en la educación básica ha sido ubicada en el escalón más bajo del trabajo intelectual. Los educadores no son considerados como tales sino que han sido sometidos a unas burocracias sindical y gubernamental desde donde se organiza la función educativa con una muy escasa participación del magisterio.
Las condiciones materiales de los planteles educativos se encuentran por lo regular también en la ruina. Los hay pobres y los demás son paupérrimos.
Los niveles en el aprendizaje de los educandos son bajos en comparación con los observados en otros países con desarrollo semejante al nuestro.
Para completar este deteriorado cuadro, la escuela mexicana es autoritaria y, en consecuencia, no prepara a la juventud para la democracia mediante el método de la conjunción de la teoría y la práctica.
Las y los educadores sólo intervienen mediante consejos técnicos escolares, sin tomar parte en las decisiones generales. Al carecer de parámetros educativos, maestros y maestras no cuentan con instrumentos para comparar a su propia escuela con otras y evaluar al sistema educativo en conjunto. No pueden, por tanto, hacer firmes propuestas de modificación del proceso educativo. No existen consejos académicos propiamente dichos.
Durante muchos años, la ausencia de instancias de participación académica y técnica del profesorado contribuyó al gremialismo estrecho, sectario y corrupto, hostil a la democracia y, en consecuencia, orilló a la clausura de la intervención del magisterio en la forja de la materia de su propia profesión.
Muchas autoridades educativas no han sido profesores sino burócratas. El Estado no es quien debe educar sino ser educado. El Congreso debe proveer, el gobierno debe administrar.
Tampoco se integraron suficientes contenidos regionales a los programas de estudio ni se analizaron las problemáticas de los pueblos indígenas y sus derechos políticos y culturales.
El reconocimiento de que los educadores son aquellos integrantes activos del magisterio no debería ser indispensable, pero lo es, aquí y ahora, porque se niega en los hechos el carácter profesional de las maestras y maestros.
El acceso de las y los educadores a la formación académica debería ser un derecho garantizado por el Estado mediante todo un entramado institucional: la escuela de la escuela como proceso de continuo cambio e innovación.
Como trabajadores, las maestras y maestros fueron sometidos por el charrismo sindical, lo cual generó un desgastante proceso de resistencias en muchos lugares del país. Esto, como se sabe, se agudizó a partir de la reforma educativa del sexenio pasado. En lugar de construir las bases de la nueva escuela mexicana, se abrieron exámenes punitivos y promocionales a las y los educadores. La escuela, como tal, no fue evaluada y mucho menos reformada. Así ha llegado a la bancarrota.
Se precisa, por tanto, un acuerdo político nacional para acometer una transformación que abarque la reforma de la escuela y las garantías del derecho a la educación, otorgadas de manera siempre creciente por el Estado: abrir la educación, mejorar la escuela y garantizar la permanencia y éxito de los alumnos.
El magisterio y el alumnado deben ser los dos grandes protagonistas de la nueva escuela mexicana en un marco democrático y participativo.