Con la victoria electoral de Andrés Manuel López Obrador y la conformación de una mayoría parlamentaria, que se extiende hacia 21 entidades federativas, hay dos grandes clases de personas, sin contar a los irremediables enemigos de los cambios prometidos.
Por una lado se encuentran los millones que tienen esperanzas en que el cambio por el que votaron se haga realidad, que se empiece a sepultar el Estado corrupto, al tiempo de que se inicie una reversión en el actual patrón de distribución del ingreso y se combata la pobreza y el atraso social.
Por el otro lado, se encuentran aquellos que no creen que algo se pueda cambiar verdaderamente y, mucho menos, en la medida en lo que se está anunciando por Morena desde la reciente campaña electoral.
Hay quienes advierten peligros en el terreno de las libertades. Se preguntan con insistencia si tanto respaldo popular en favor de Andrés Manuel podría devenir en autoritarismo y persecución política. Suponen, sin admitirlo, que el poder no debe servir para cambiar sino para dejar todo igual con el solo fin de proteger el incipiente grado de libertades y democracia. Sin embargo, todo cambio popular, hoy y aquí, tiene que ser democrático, pues de lo contrario no será.
Hay, por otra parte, escépticos y preocupados de verdad, quienes se encuentran un poco amargados de tanta simulación a través de tantos años o, sencillamente, son pesimistas, no creen en mejorías.
Vivimos aún con el trauma de la transición simulada, la que protagonizó el PAN con Vicente Fox, primero, y con Felipe Calderón, después. La «retransición» de Enrique Peña Nieto fue igual de mala. Cambios sólo formales, con el fin de que no se produjeran modificaciones de verdad, terminaron en una suerte de defraudación del dictado popular. Mucha gente supone que ahora será igual, por lo que no quiere esperanzarse debido a tantos desengaños anteriores.
El éxito de la cuarta transformación, como le llama López Obrador, no depende de que lo quiera quien será presidente a partir del 1º de diciembre, sino de lo que éste pueda, lo cual, a su vez, estará determinado por la capacidad de exigencia de la ciudadanía que exige los cambios.
Un presidente con mayoría parlamentaria no tiene excusa, pero necesita soporte popular y presión ciudadana. De eso depende todo. En lugar de dudar, ahora es preciso ayudar al esfuerzo colectivo.
El miedo más grande que provoca cualquier cambio en los tiempos que vivimos es que la menor modificación puede traer un castigo de los «mercados». Pero, ¿qué cosa es eso? Nuestro país, como muchos otros, depende en medida cada vez mayor del poder del dinero: inversionistas y especuladores de divisas. Los llamados mercados financieros son capaces de someter a los gobiernos y también a las empresas. La «confianza» que vale no es la de los trabajadores, campesinos, pequeños comerciantes e industriales –la inmensa mayoría–, sino de los centros de concentración de capital-dinero y los grandes conglomerados que realizan las inversiones, es decir, conducen el proceso de conversión de la ganancia en nuevo capital productivo.
En realidad, el éxito del nuevo gobierno, las esperanzas de millones, depende en mucho de la capacidad para sortear la acción de tal poder financiero que se cierne sobre la mayor parte del mundo como instrumento de sanciones impuestas a quien discrepa del inicuo orden establecido.
Mas no se trata de simple habilidad, sino de una acción política que permita tomar las decisiones que conduzcan a neutralizar, al menos en parte, las arremetidas de los llamados mercados contra toda decisión que pudiera causar «nerviosismo» o «desconfianza».
Los escépticos, desconfiados y pesimistas deberían poner su energía al servicio de causas mejores que la pasividad y las malas vibras. Va a llegar el momento en que las presiones de todo el ámbito de los privilegios y del acaparamiento del ingreso y la riqueza se conviertan en realidad y traten de operar en el terreno de la política, en especial para hacer más difícil cada paso en la dirección de los cambios económicos y sociales que requiere un país tan arruinado y pobre como México.
A pesar de que el nuevo gobierno aún no ha asumido y que el Congreso todavía no ha aprobado decreto alguno, se nos quiere llevar al campo de la desesperanza, la cual no es otra cosa que la desilusión por adelantado, el pesimismo que brinda la cobardía. Ya nos están cayendo gordos esos que niegan la posibilidad de todo cambio verdadero. Son agoreros de lo peor con el sólo propósito de justificar sus desatinos.