El Partido Revolucionario Institucional (PRI) se deslizó hasta convertirse en un partido de derecha, una más entre las varias que existen. No obstante, insistió durante años en ubicarse dentro de la socialdemocracia, ya cargada hacia el neoliberalismo, como integrante de la Internacional Socialista, de la cual sigue siendo miembro.
A pesar de haber sido un partido antidemocrático, represor y corrupto, el PRI sostuvo una política internacional de cierta independencia y una línea de separación respecto de las extremas derechas, en especial debido a su etapa antifascista y a la persistencia de la vieja rama reaccionaria y extremista del catolicismo dentro del país. Así, el PRI se distinguió por negarse a romper relaciones diplomáticas con Cuba (1962), cuando la OEA decretó la expulsión de la isla, pero sí lo hizo con el gobierno golpista, dictatorial y pro yanqui del general chileno Augusto Pinochet (1973). Antes de esto último, se había negado a formar parte de la cobertura política creada por EU, a través de la OEA, para justificar la invasión militar estadunidense en Santo Domingo (1965).
La tendencia más acusada del PRI hacia las derechas se produjo cuando se convirtió en parte del neoliberalismo, hace ya unos 40 años. Como esa corriente mundial tiene un carácter predominantemente socio-económico, podía compartir objetivos con regímenes como el de Pinochet, a pesar del insólito rompimiento con éste.
El neoliberalismo mexicano tenía que erosionar al viejo estatismo y, al mismo tiempo, como era lógico, al nacionalismo que en su origen ha sido atribuido a la Revolución Mexicana. Sin embargo, los sucesivos gobiernos priistas pasaron toda la Guerra Fría con un alineamiento discreto con Occidente, sin llegar a convertirse en portavoces del anticomunismo militante y manteniendo una abierta simpatía, aunque lejana, con los procesos emancipatorios anticolonialistas y antimperialistas.
Es recordable la posición del gobierno de México en los conflictos en Centroamérica, en los que jugó un relevante papel en contra del intervencionismo de Estados Unidos y en apoyo político a las izquierdas de Nicaragua y El Salvador.
El último gobierno priista no se condujo en función de los principios mexicanos de política exterior. El alineamiento del entonces presidente Enrique Peña Nieto en favor de la injerencia golpista de Estados Unidos en Venezuela fue un viraje demasiado contrastante y, por tanto, digno de ser analizado como parte de cambios dentro del priismo como corriente política. El PAN aplaudió con entusiasmo la capitulación mexicana.
Lo que al respecto se ha hecho recientemente tiene ya expresiones grotescas: la visita del presidente del PRI, Alejandro Moreno, por vez primera en la historia de ese partido y del país, a la oficina del Departamento de Estado de los Estados Unidos encargada de las relaciones con México, con el propósito de denunciar al gobierno mexicano por un supuesto financiamiento electoral procedente de organizaciones de narcotraficantes. Eso mismo lo había hecho el día anterior ante el secretario general de la Organización de Estados Americanos (OEA), Luis Almagro, quien se caracteriza por organizar alineamientos políticos intervencionistas y golpistas contra países de América Latina gobernados por fuerzas consideradas hostiles o indeseables por parte del gobierno de Estados Unidos. “Ministerio de colonias”, se le llamó a la OEA durante décadas, y lo sigue siendo.
El dirigente priista fue acompañado ciertamente por el presidente del Partido Acción Nacional y el de una de las sucursales de éste, pero eso no atenúa el significado de sus actuaciones, sino que le otorga una mayor gravedad, en tanto que se buscaba representar a la oposición mexicana en el papel de promotora de un franco injerencismo político, adverso a la independencia nacional y al principio de soberanía que contiene justamente la no injerencia de gobiernos extranjeros en la política interna de México. La ridiculez de dicha pretensión no elimina en absoluto su naturaleza ni la responsabilidad de sus autores.
La alianza del PRI con el PAN ha tenido sus costos al hacer depender las definiciones priistas de la opinión de la dirigencia panista, pero no sólo las de carácter meramente legislativo, sino también en el discurso priista, el cual se aleja cada vez más de planteamientos de carácter nacional y social.
El acercamiento de una parte del PAN al partido ultraderechista español Vox también puso en aprietos al aliado, es decir, al PRI, pues ha desvelado que esa unidad de acción abarca a un segmento claramente profascista. Nadie en la dirigencia priista se tomó la molestia de criticar la visita del líder de Vox al grupo senatorial de Acción Nacional y la firma en público de la llamada “Declaración de Madrid”.
El hecho de que las posiciones del PRI se definan dentro de una alianza con el PAN, el cual comprende a la extrema derecha, no sólo le resta independencia al priismo, sino que lo ubica dentro de esquemas relativamente nuevos, cargados más y más hacia la derecha, lo que incluye el racismo y el clasismo como manifestaciones culturales discriminatorias que denotan formas de opresión existentes.
Los dirigentes y legisladores priistas han perdido discurso propio para ir asumiendo como suyos ataques, calumnias e insultos contra el gobierno que profiere su aliado, el PAN, lo cual es también una forma de comportamiento muy ligado a esa manera de ser que tiene la extrema derecha.
La vieja política de proteger intereses económicos de grandes empresarios es una característica del PRI, pero otra cosa es arrimarse a posiciones francamente reaccionarias en lo social y en lo cultural. Se entiende que el PRI sea hostil a la política social de la 4T, pero no tanto por el esfuerzo de redistribuir una parte del ingreso, sino por la forma de hacerlo, por completo diferente al método político con el que se aplicaron los programas sociales priistas. Mas mucho peor resulta que el PRI defienda las fracasadas políticas del PAN, como el Seguro Popular y la privatización de partes del sistema de salud y de la seguridad social.
Ante el fracaso estrepitoso de la política de energía que implantó Peña Nieto de la mano del PAN, unos años después de que el PRI había rechazado parcialmente la propuesta de Felipe Calderón, lo menos que pudiera hacer la dirección priista sería admitir que ese no era un camino correcto para México en esa materia y formular, por tanto, un nuevo planteamiento. Sin embargo, todo es puro rechazo a las propuestas del gobierno actual, muy al estilo de la extrema derecha opositora.
La alianza del PRI con el PAN es, naturalmente, más benéfica para el segundo, pero no sólo porque ese tenga mayor fuerza electoral, sino porque cualquier arreglo de coalición fortalece las posiciones panistas, tal como se observó en la reciente elección de diputados y gobernadores. Lo peor ha sido tener que cargar con ciertas candidaturas que son hostiles al PRI, para, al final, perder de todas maneras.
Crear un frente de “contención”, como se le ha llamado a la alianza legislativa PAN-PRI, es por origen algo demasiado pobre para cualquier partido que pretenda seguir siendo una fuerza política. La oposición sin programa alternativo no es plenamente oposición, sino que ha surgido mutilada. Asumir por decisión propia el papel de tratar siempre de “contener” al gobierno no sólo enfatiza su función destructiva sino también conduce a una frustración tras otra.
Ahora, el frente de “contención” se va a centrar en las tres reformas constitucionales que ha anunciado el presidente de la República, apoyados en que hoy, como antes, la 4T carece de los dos tercios en ambas cámaras del Congreso. Pero la unión opositora no es una propuesta en sí misma. ¿Carece el PRI de opción para la industria eléctrica, la seguridad pública y el sistema electoral? De todas formas, se haga lo que se haga, el PAN tratará de llevar al PRI al terreno de impedir que haya modificación alguna porque, para el actual panismo, todo cambio resulta inaceptable cuando es el gobierno quien lo propone.
Resalta mucho el recuerdo de que, cuando perdió el gobierno federal frente al PAN, el PRI no asumió la práctica de oposición colérica que ahora desempeña en ridícula imitación de la conducta de la extrema derecha frente a un gobierno de izquierda.
Llegado el momento de decidir la candidatura común a la Presidencia de la República, la mano correspondería al PAN por simple correlación de fuerzas, ya fuera la o el aspirante militante o francotirador. Eso lo sabe la dirigencia priista pero no se lo cuenta a nadie. La campaña electoral sería, en consecuencia, algo dominado por la derecha tradicional y, tal vez, por la extrema derecha, grotescamente contraria a todo lo que está haciendo la 4T, sin detenerse a analizar a cuantos millones estaría beneficiando la nueva política. La divisa de la acción electoral de los coligados sería la de ninguna concesión al Estado social, sin detenerse tampoco a calibrar la crisis mundial en la que se encuentra el neoliberalismo.
Una candidatura presidencial de “contención” sería desastrosa y esto lo ha de saber el PRI. ¿Tratar de quitar a la izquierda la Presidencia de la República para entregársela a la extrema derecha? Eso sería la puntilla para el priismo.