La lucha política en México vive un momento singular: el nuevo gobierno no tiene oposición organizada. Los dos partidos perdedores de la reciente elección carecen de dirección y, en consecuencia, de una plataforma política aunque sea mínima. Se va sabiendo lo que no quieren, pero no se conoce lo que buscan. Son reactivos y odian la nueva coyuntura en la que se encuentran, pero nada más.
Esta situación ha de ser, previsiblemente, momentánea, pero crea por lo pronto gran incertidumbre, en especial dentro de la nueva fuerza gobernante del país.
Desde la instalación de la Legislatura, aquellos dos partidos mostraron más su preocupación por no ser ninguneados y enseñar, en consecuencia, sus limados dientes, que por presentar su carta de exigencias, aspiraciones, peticiones y recomendaciones que, se supone, debe tener siempre todo partido político. Ninguno de ellos cuenta con una interpretación de lo sucedido en los recientes comicios y mucho menos de un análisis de la situación política del país.
En lugar de los dos partidos derrotados, la oposición se ha empezado a ubicar en los medios de comunicación y en la patronal. Pero, por definición o naturaleza, esos mecanismos de difusión de ideas y de agrupación gremial carecen de plataformas políticas precisas y no son instrumentos de elaboración programática, como tampoco conforman mecanismos para agrupar ciudadanos y postular candidaturas.
La crítica al gobierno que difunden muchos medios de comunicación y no pocos órganos patronales e, incluso, empresas, es poco propositiva, muy rasposa y a veces algo irónica. Aunque tiene cierto valor, no puede ser un sustituto constructivo de la oposición organizada y militante.
En consecuencia, el gobierno y los legisladores de la mayoría no encuentran interlocutores políticos para organizar el debate, contrastar sus propuestas, negociar acuerdos, construir escenarios incluyentes o, por el contrario, romper lanzas en abierta contienda.
Nunca se puede calcular cómo podría reaccionar cada uno de los dos partidos ante iniciativas presentadas por el gobierno o la mayoría en el Congreso. Lo peor es que no son tampoco susceptibles de consulta antes de formular nuevas políticas públicas o proyectos de reformas legislativas. Entre panistas y priistas nadie puede definir una orientación posible antes de la formalización de los hechos políticos, los cuales, una vez anunciados, sólo concitan el intento de bloqueo de parte de los dos partidos.
En otras palabras, casi nunca hay contrapropuestas de parte de los dos partidos que salieron de las recientes elecciones con graves contusiones y una consecuente ofuscación. El PRI y el PAN no han podido definir aún cual será su papel político y sus objetivos concretos en los próximos dos años.
Cuando la oposición formal está confundida, también sufre la fuerza gobernante porque el vacío que deja aquella es llenado por poderes informales que no respetan canon alguno y carecen de interés electoral, es decir, deseo de ganar votos mediante su concurso en la lucha política abierta.
Frente a esta singular situación que está viviendo México, convendría que el gobierno y la mayoría legislativa hicieran el esfuerzo por llevar a los dos partidos derrotados al terreno de la construcción común de cierto tipo de proyectos, no sólo de leyes sino también de políticas públicas.
Si con paciente insistencia se empieza a abrir la convocatoria sincera hacia los partidos, podría detenerse a tiempo la tendencia de que éstos sean sustituidos por otros mecanismos más difusos e irresponsables de organización de intereses.
En otras palabras, es del todo conveniente desde el punto de vista de la democracia detener el oscurecimiento de la lucha política al que, con su ofuscación, el PRI y el PAN están incitando.