De la cúspide al infierno

 

A toda demostración, el gobierno de Peña Nieto es una regresión política. A partir de la gran obra neoliberal antidemocrática que fue la reforma constitucional en materia de energía, el sistema se ha ido cerrando. La Suprema Corte negó la consulta popular y asestó un golpe a la soberanía como ejercicio de derechos; eso fue producto de una consigna vergonzosa sobre los ministros. Se consumó el fraude electoral de tercer piso fraguado en el INE y confirmado en el Tribunal Electoral para dotar a Peña de una mayoría espuria de diputados; ese fue un aturdidor golpe contra el dictado de los votantes promovido con éxito por el gobierno de Peña como en los peores tiempos.

Lo característico de estos dos lances contra la democracia y los derechos políticos del pueblo es que el Poder Ejecutivo logró utilizar al otro poder, el judicial y a una institución independiente, el INE, para gobernar. Esta es una forma propia del viejo sistema político mexicano: la supeditación de todas las instituciones al presidente de la República.

El malogrado Pacto por México era una forma precisamente limitativa del poder presidencial que requería la búsqueda de acuerdos con las oposiciones pero sin colaboracionismo. Pero con la reforma energética que no estaba en el Pacto, el poder Ejecutivo puso término a la relación de negociación simultánea con los dos principales partidos opositores y se lanzó a retomar el dictado político como método de gobierno.

Ha sido una afrenta al sistema republicano de rendición de cuentas la escandalosamente ridícula ceremonia en Palacio Nacional el 2 de septiembre, con la presencia de los presidentes de las cámaras que son miembros de partidos de oposición pero que fueron orillados a abandonar sus palacios para

acudir al del presidente a un acto extralegal, caricatura de la vieja parafernalia presidencialista. El gobierno habla al gobierno y rinde cuentas a sí mismo. Así era antes aunque entonces se hacía dentro de la sede del Poder Legislativo.

Los gobernadores, como en los viejos tiempos, pagaron inserciones en los diarios para saludar el tercer informe de gobierno, pero fueron todos, priistas, panistas, perredistas, aliancistas, en un acto nada civilizatorio sino propio de la vieja barbarie política mexicana, la de la cargada, aquella que hizo de uso común la lambisconería ignominiosa hacia el presidente.

Los cambios políticos en la sociedad mexicana, aquellos que arrojan un respaldo minoritario al gobernante en turno, los que han generado una masa millonaria de ciudadanía que enjuicia a los políticos y mucho más al poder Ejecutivo, se encuentran bajo el desafío de un presidente recién llegado, como todos, que se propone desde la cúspide restaurar las señas básicas del viejo poder priista y cree que lo está logrando.

Lo que Peña hace es retar a la conciencia democrática del país. De la cúspide en la que se siente ubicado como presidente bajará pronto hasta el infierno del desprecio nacional. Es cosa de un poco más de tiempo. Lo vemos ya en las encuestas que arrojan muy pobres resultados para el gobierno. Esa tendencia seguirá porque, sencillamente, México no va a admitir la involución al priismo como sistema. Por más que se apliquen represalias a los periodistas que tocan ciertos temas y sean defenestrados como en viejos tiempos, todos los demás, los sometidos a la autocensura, quienes conocen sus propios límites según la aplicación de las pautas oficiales, saben de sobra que eso no durará mucho tiempo, que pronto cederá ante la acometida ciudadana como ya antes ocurrió.

De la cúspide al infierno no hay distancia. Es casi el mismo lugar. Quien se siente ubicado muy arriba para someter a casi todos, en México está muy

equivocado porque en realidad ya está pisando suelos del infierno, terrenos del desprecio popular.

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