Pablo Gómez
No debería haber discusión sobre la existencia en México de una crisis de derechos humanos. El debate debería fincarse en cómo superarla.
La vigencia de los derechos humanos entra en crisis cuando la autoridad no es capaz de sostener en la práctica los valores admitidos universalmente y cuando la inobservancia de dichos valores se generaliza. La frecuencia con la cual en México se producen asesinatos y desapariciones que no son investigados y mucho menos perseguidos es suficiente para analizar dicha crisis con un nuevo método que permita lograr que el Estado sustente la protección de las personas.
Es de sobra conocido que la mayoría de las muertes violentas y las desapariciones forzadas no son ejecutadas por autoridades pero eso no impide que tales delitos sean considerados como atentados a los derechos humanos debido a que su cuantía sostenida o incrementada a través del tiempo se debe a la mala acción o a la pasividad de un Estado incapacitado para defender tales derechos. Dicho de otra forma, la crisis de derechos humanos es hija legítima del Estado corrupto mexicano.
Es también sabido que la violencia no se manifiesta con igual intensidad en todas partes del país y que hay entidades donde es mucho mayor el número de asesinatos y desapariciones, así como secuestros y extorsiones. Pero eso tampoco debe impedir un análisis completo del fenómeno porque éste sólo puede ser encarado a través de la acción del Estado nacional. Se calcula que en México se han producido más de 150 mil asesinatos violentos en los últimos diez años sin que haya sentenciados en la inmensa mayoría de los casos.
Al tiempo, los organismos públicos mexicanos de derechos humanos suelen ser lentos y condescendientes con los órganos del Estado, no sólo cuando éstos son los responsables activos sino en especial cuando resultan ser omisos en el cumplimiento de su deber. Los informes del grupo internacional de expertos, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y el Alto Comisionado de la ONU han tenido un filo que no suelen poseer las recomendaciones o declaraciones de la CNDH y sus similares de las entidades federativas. En materia de derechos humanos no cabe el lenguaje sugerente ni los métodos atemperadores. Lo que se requiere es una forma directa de exponer las conclusiones como lo han hecho los recientes visitantes de instancias internacionales.
La respuesta de Roberto Campa al informe de los integrantes de la Comisión Interamericana, de seguro por instrucciones de sus dos jefes superiores, Peña y Osorio, ha sido de lo más inadecuado tratándose del vocero de un gobierno cuyo país forma parte de un sistema de derechos humanos. Negar la crisis mexicana con el argumento de que no es igual en todas partes del país es una respuesta torpe. Peña, por su lado, ha llegado al extremo del humor involuntario por haber dicho al Alto Comisionado de la ONU que en México, como en todo el mundo, existen desafíos en lo que hace a las garantías individuales.
La posición oficial del gobierno mexicano de tratar de minimizar la crisis de derechos humanos no podría conducir más que a una mayor demora en su solución. No se advierte que se tomen decisiones que conduzcan a resolver los grandes problemas del combate al narcotráfico y sus derivaciones delictivas ni que se construyan las instituciones capaces de encarar esos desafíos aludidos pero no señalados por Peña Nieto. El gran triunfo mediático de la detención de Guzmán Loera terminó en un escándalo mundial por la fuga de éste de la prisión supuestamente más segura del país. El informe sobre la tragedia de Iguala, llamado verdad histórica, es también algo escandaloso en tanto que deja más preguntas que hechos comprobados. Un año después el país carece de información sobre los móviles y la relación entre los involucrados. El secretario de la Defensa dice que las tropas no estuvieron fuera de su cuartel porque nadie las llamó pero existen decenas de testigos que estuvieron en las calles y que mantenían comunicaciones con los cuerpos de policía. No son conocidas las actividades concretas a las que se dedicaba o dedica el grupo delincuencialGuerreros Unidos ante la paciencia de autoridades civiles y militares, como tampoco lo son sus permanentes ligas concretas con el gobierno municipal y la policía de Iguala. No sabemos siquiera cual autoridad se hizo cargo y revisó los autobuses de servicio público federal detenidos a balazos por la policía municipal la noche del 26 de septiembre de 2014 en Iguala. Casi nada se nos ha dicho, pero la PGR induce versiones hacia la prensa, las cuales ni siquiera aparecen en las declaraciones ministeriales.
La crisis de derechos humanos requiere una respuesta política de parte de la sociedad. Algo fuerte que atraviese partidos y que vaya uniendo al país alrededor del reconocimiento pleno de la realidad y la definición de las acciones públicas que es preciso emprender para garantizar la vigencia de los derechos humanos. El camino de la arbitrariedad grotescamente reflejado en Tlatlaya y en Iguala debe ser clausurado para abrir otros senderos transitables.