En el mundo, lo más relevante del año que termina (2017) ha sido la presidencia de Donald Trump. Al provenir de una elección en que la mayoría de los votantes apoyó a la otra candidata, cualquiera hubiera pensado que el nuevo presidente buscaría un acercamiento con el Partido Demócrata.
Las cosas han ido, sin embargo, como Trump las había anunciado cuando era candidato. No se podría decir que el millonario gobernante está defraudando a sus electores. El punto es que ésos eran y siguen siendo menos que los demás. Sí, se trata, como en otras ocasiones en la historia, de una política minoritaria hecha gobierno. En términos de la vigente democracia formal, hay un gobierno de la minoría, el cual es permitido, con necedad, por el vetusto sistema electoral.
Donald Trump es tan neoliberal como su nuevo partido, el Republicano (casi siempre de la mano del Demócrata), pero tiene abierta una guerra sin cuartel contra los medios de comunicación de tradición liberal, lo cual no es en realidad una cosa demasiado sensacional. Las formas han cambiado, pero todo sigue aproximadamente igual.
El problema que sí es muy grave es el trato de Trump a los carentes de papeles migratorios, los «demás, los «otros», los que, además, no son «blancos, anglosajones y protestantes». El racismo de Trump es tan odioso como el de cualquiera, pero, en varios sentidos, es una regresión por la manera en que se frasea, aunque las deportaciones de mexicanos y mexicanas no se hayan incrementado, hasta ahora, luego de que Barak Obama las elevara durante casi todos sus ochos años en la Casa Blanca.
El programa de Trump es supremacista. No se trata de nada nuevo sino por la forma de plantearlo. Antes, con excepción de la expoliación territorial de México y sus guerras en el Caribe, Estados Unidos buscaba su propia supremacía con aliados, encontrando causas que eran compartidas por otros gobiernos, al menos en parte, con «reparto de beneficios». Ahora, Trump pretende pasar por encima de cualquier sistema de alianzas con tal de dejar sentada su posición y emprender sus planes. Quizá esto sea debido a la decadencia del imperialismo de la segunda posguerra.
Ha sido singular la muy reciente amenaza de la Casa Blanca, dirigida a gobiernos que pensaban votar en la ONU a favor de la condena contra Estados Unidos por violar la ley internacional sobre Jerusalén, pero no tanto por su contenido sino por la manera de hacerlo. Lo peor del lance es que hubo varios países que, habiendo asumido tradicionalmente la posición común sobre ese tema, se abstuvieron por simple miedo a Donald Trump. El más distinguido ha sido México, que ahora se encuentra en negociaciones comerciales con el Norte, el cual obedeció vergonzosamente a su vecino.
Tratar de completar el muro fronterizo con México, mantener el bloqueo contra Cuba, seguir con el intervencionismo político a través de la OEA, ver como repúblicas bananeras a las centroamericanas, dar la espalda al diálogo con Palestina, entre otras continuidades de Trump, no son nuevas, pero la forma en que se expresan provoca una muy especial repulsa.
En cierta forma podría decirse que Trump no es demasiado distinto a sus antecesores, pero es más directo y majadero.
El mundo está más azorado con Trump por su estilo que por sus actos concretos. No ha invadido aún ningún país, según la tradición republicana. No ha bloqueado, no ha embargado, no ha desconocido gobiernos, todavía. Ha bombardeado algo menos que Obama, Premio Nobel de la Paz.
¿Qué clase de supremacía es la que busca Trump con su lema de Primero Estados Unidos? En su óptica, lo que se debe hacer es dejar de «ceder» ante el resto del mundo. No se trata de una imposible autarquía sino de restablecer convenios francamente favorables a Estados Unidos, sin caer en los sistemas de alianzas que hicieron que la supremacía estadunidense fuera cada vez más embrollada. El insolente millonario de Nueva York plantea pactos que sean favorables exclusivamente a Estados Unidos, mientras el resto del mundo sólo debe firmar.
Parece que estamos frente a un fenómeno de supremacía sin compartir, sin ceder nada importante a los aliados, los viejos y los posibles nuevos. Un ejemplo de esto es el reclamo de Trump por los bajos gastos en defensa de países donde Estados Unidos mantiene bases militares. Los costos podrían prorratearse mejor y, en principio, esos gobiernos han aceptado incrementos graduales.
Bajo el nuevo supremacismo estadunidense se quiere obligar a China y a Rusia a deshacer el programa militar de Corea del Norte. Mientras, se postula que el acuerdo internacional con Irán fue por completo equivocado, siguiendo a Israel, pero sólo a éste, con lo cual la Casa Blanca está a punto de denunciar ese convenio que en realidad equivale a un tratado de paz.
Así ha ocurrido con el acuerdo medioambiental de París, desechado por Trump debido a sus costos, considerados pesados e innecesarios para la mayor economía. En realidad, Estados Unidos le da la espalda al mundo entero sobre el tema de mayor urgencia en la agenda humana de nuestros días.
El tema económico es el que parece volver a estar en el centro de las preocupaciones del gobierno de Estados Unidos. El posible rompimiento del TLCAN con México; la imposibilidad de un acuerdo con Europa sobre el que ya no se plantean nuevas negociaciones; la cancelación del acuerdo comercial transpacífico; las endurecidas posiciones estadunidenses en la OMC, así como el cúmulo de conflictos comerciales concretos con medio mundo, son agenda central de Donald Trump, quien persigue una supremacía grosera y, ante todo, en soledad: no confía en ningún otro país.
El gobierno de Estados Unidos se siente cada vez más solo en un mundo que tiene estilos diferentes a los suyos en las relaciones internacionales. Pero no sólo se siente sino que lo está. Nunca así se ha podido construir o mantener una supremacía mundial.
¿Esto es mejor o peor? Quizá parte y parte.