El minuto más largo

Olivier Pavón

Parecía una ciudad normal, asustada sí, y desierta sí, en la zona noroeste. Por  Legaria, luego Periférico y después Reforma, por la fuente de Pemex. Poco tránsito. Desde la camioneta en que viaja, Adrián comienza a observar vidrios rotos en las aceras, edificios despojados de su intimidad, bardas castigadas por su mismo peso. Un extraño silencio por la Puerta de los Leones en Chapultepec. Angustia en los rostros, solo eso.

Y en el cruce de las avenidas Insurgentes y Reforma, ya es otra la ciudad. Un polvo gris flota sobre Insurgentes. Edificios que debían estar ahí, ya no están.

“¿Qué es esto, una guerra, qué pasó aquí?”, recuerda Adrián que pensó.

El polvo todavía no se asienta sobre el pavimento. Un velo gris que pica los ojos, reseca la garganta. El miedo, la angustia, las lágrimas mezcladas por el polvo de vigas, ladrillos, cristales, hasta antes de ese momento, majestuosos sobre la Avenida Insurgentes. Lágrimas negras. Mujeres, hombres de rodilla en las calles, esperando que el suelo no vuelva a moverse, anclados en el pavimento frío. Terror puro.

En 1985, Adrián Pérez González, hoy miembro de la Brigada Topos, tenía 25 años. Era auxiliar de Supervisión, Conservación y Mantenimiento en la Delegación Miguel Hidalgo. Era un civil, que aquél minuto de las 7:19, transformó en un brigadista.

Alguien de su oficina, no recuerda quién, le pidió: “Te vas a las calles de Monterrey y Chihuahua, parece que ahí hay algo fuerte”.

Aunque ya no era su jurisdicción, Adrián fue a la zona, con otros diez o doce trabajadores. El ánimo de ayudar lo impulsó a aceptar. Lo que vio después, no lo olvidará nunca, dice tras un largo silencio.

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Foto: Ricardo Maldonado 

No sabes lo que es ver, amontonados, unos sobre otros, brazos, piernas, una espalda, una cabeza. No sabes lo que es ver cuerpos aplastados, apretujados entre 30 centímetros, entre lo que debieran ser pisos de un edificio.

Es ver la muerte a quemarropa.

Adrián rememora las imágenes, lo que vio, sintió y palpó de aquél sismo de 8.1 grados en la escala de Richter.

“Es cierto que ya había visto edificios tirados, pero no había visto la desgracia humana”, cuenta.

Y cuenta:

Un edificio de tres pisos en la esquina de Chihuahua y Monterrey se vino abajo. Era una escuela técnica de laboratoristas. Afuera mucha gente. Dentro, cables sueltos, tanques de gas, un hueco en la planta baja. Arriba, escombros, lo que eran espacio de cinco, seis, siete metros estaba reducido a unos 30 centímetros. “Entré con otra persona. Mi visión estaba centrada en sacar un par de tanques de gas, a lo mejor 45 kilos, uno de ellos con fuga”, dice.

Después, un quejido, casi un susurro. “Oye, ahí dentro oigo que alguien se queja”, le dijo a Adrián uno de sus compañeros.

Entran a lo que queda del vestíbulo. Tratan de escuchar.

–ahí está, lo escuchaste, le preguntó su compañero.

Adrián todavía no escucha nada.

Piden silencio a las personas de afuera, la mayoría de ellos, padres y madres de los estudiantes. Ya eran cerca de las 2 de la tarde.

–Y sí, escuchamos que alguien se quejaba.

Y aquí, dice Adrián, fue donde empezó lo que para él fue encontrar, ver de frente, a quemarropa,  la desgracia humana.

El quejido se escuchaba arriba, entre los escombros. Se hizo un hueco. Al asomarse, Adrián vio lo que nunca olvidará: cuerpos, cuerpos aplastados. Y entre ellos, el quejido.

Era una chica, rememora. De su cuerpo solamente estaba libre el torso y la cabeza. Cuerpos encima de sus piernas, sus brazos.

Fueron casi doce horas para sacar a la chica. Hubo un momento, durante el rescate que ella pedía: “ya déjenme dormir, déjenme”.

–No te duermas, aguanta, le decíamos. Y le pasábamos un algodón con agua por el hueco que hicimos, recuerda. Ella fue la única sobreviviente de toda una escuela de la que Adrián nunca supo cuántos estudiantes y maestros tenía.

De la chica nunca supo el nombre.

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Foto: Ricardo Maldonado 

Multifamiliar Juárez, sólo escombros

Primero, una gran desolación, tristeza en la mirada y una especie de desesperación. Era lo que Adrián percibió hace 30 años, ante los escombros de los edificios A1, B2 y C3 del multifamiliar Juárez.

Lo que en 1952, un septiembre, fue inaugurado con el nombre de centro urbano Benito Juárez, hoy es, parte de ello, un área arbolada.

“Cuando paso por ahí siempre recuerdo que ahí hubo una gran tragedia”, dice Adrián. También recuerda la solidaridad, la disposición y la voluntad de miles de capitalinos anónimos que se volcaron entre los escombros para ayudar.

A 30 años de distancia, Adrián se recuerda parado sobre los escombros del multifamiliar.

Ya habían pasado casi doce horas del sismo.

–Tenía frente a mí una losa, escombros, paredes sin techo. Vi, entre escombros, lo que en aquél momento simbolizaba cierto estatus: videocaseteras, aparatos modulares, refrigeradores de marca. Y de repente ves todo eso hecho añicos, una señora con delantal debajo de un refrigerador, aplastada, recuerda Adrián.

Y recuerda aquél pensamiento de hace 30 años: “¿vale la pena tener todo esto, el tener un buen nivel, y que de repente todo se acabe, incluso tu vida?”.

–¿qué más recuerdo de aquella tragedia?. Muchos familiares nos pedían encontrar a sus seres queridos. Y algo curioso, cuando encontrábamos y sacábamos un cuerpo, nos daban las gracias como si lo hubieran encontrado vivo.

El niño scout

Fue una especie de despedida. La noche del viernes, durante la réplica, Miguel Correa Castellanos se encontraba entre los escombros del edificio Nuevo León. Era un joven de 19 años con conocimientos de rescate. Estaba con un bombero y un policía, ayudando a sacar cuerpos. “Ya no nos dio tiempo de salir, y recuerdo que uno de ellos dijo: ´me dio mucho gusto estar con ustedes, de haber trabajado con ustedes´, y nos cubrimos la cabeza, esperando. No sabíamos lo que iba a pasar con la estructura”.

A 30 años de distancia, Miguel no ha vuelto a ver sus compañeros de aquél instante. No olvida la tristeza, el llanto, la amplitud de aquél desastre. “Fue un parteaguas emocional, se perdieron familias completas en una situación que estuvo fuera de su alcance”, dice.

Hay niños que juegan a ser bomberos, doctores, rescatistas. Miguel Correa Castellanos, a eso jugaba de niño. Es miembro de la Brigada Topos desde 1985, cuenta con cinco especialidades en rescate, incluyendo manejo de herramientas hidráulicas, manejo de materiales peligrosos, rescate de estructuras colapsadas y comandos de incidentes. Trabaja en Servicio Médico de Caminos.

En 1985 tenía 19 años y era estudiante del Centro de Estudios Tecnológicos, en San Juan de Aragón. Allí, en un tercer piso, lo encontró el sismo.

“Se empezó a mover todo. Tratamos de mantener la calma, los que pudieron salir corrían desesperados por las escaleras, los que no, aguantamos dentro de la estructura. En aquél tiempo no había celulares, los pocos compañeros que se podían comunicar a sus casas lo hacían en teléfonos públicos”.

Miguel ya contaba con estudios de socorrista. Dos años antes se había graduado como tal por parte de la Cruz Roja Mexicana.

Inmediatamente después del sismo, acompañó a un amigo a su casa. “Pasamos por Tepito, vimos calles destruidas, y vimos el edificio Nuevo León de Tlatelolco totalmente colapsado. Ahí me quedé cuatro o cinco días. Mi labor consistió en estar bajando cuerpos de los escombros, por medio de cuerdas y escaleras”.

Como fichas de dominó una parte, otras como un sándwich. El Nuevo León hincado, mirando al cielo. La Ciudad de México convertida en un caos.

Un instante en que todo se pudo acabar. Una línea divisoria entre la vida y la muerte. Así fue aquél sismo de 1985, dice Miguel.

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Foto: Ricardo Maldonado

Destrucción en la Morelos 

Mario Luna Sosa tenía 29 años en 1985. Vivía en la calle Marte, de la colonia Guadalupe Tepeyac. Hoy es miembro de la Brigada de Rescate Topos Tlaltelolco A. C.

Los primeros vestigios del desastre los percibió sobre Avenida del Trabajo: un edificio del Seguro Social derrumbado, más adelante, sobre Circunvalación una oficina de Tesorería hecha polvo.

Una agitación extraña en los rostros con que se encontraba en la calle. Calles que debían ser planas ahora eran ondulaciones de cemento, postes totalmente sumidos, con el transformador a ras de suelo.

El horizonte plano en la colonia Morelos, donde  tenía una fábrica de zapatos. Principalmente vecindades venidas abajo.

Miedo, arrepentimiento: “Perdónanos Dios, qué hemos hecho, señoras a media calle, hincadas, rezando”, es la imagen que más recuerda, durante la réplica del 20 de septiembre.

Soledad de capitalinos

Fernando Álvarez Bravo tenía 22 años. Era estudiante de Administración en la Universidad La Salle. Recuerda la inmovilidad de las autoridades capitalinas ante los desastres ocasionados por el sismo. Ni bomberos, ni policías. Los capitalinos solos. Seis horas después no había ejército, no había ambulancias rescatando.

Las costureras, sobre calzada San Antonio Abad, solas.

La Secretaría de Comercio y Fomento Industrial, por Avenida Álvaro Obregón, sin ayuda.

En Xola y Eje Central, la Secretaría de Comunicaciones y Transporte, derrumbada.

Los hoteles Regis, Del Prado, D’Carlo en la zona de la Alameda Central, derrumbados.

Las secciones, central y norte, del edificio Nuevo León, colapsadas, de rodillas, mirando al cielo.

La Torre de Hospitalización del Hospital Juárez ya no existía.

Eso no lo sabía Fernando en esos momentos. “Fue en la colonia Roma, en Baja California e Insurgentes, cuando vi los primeros edificios caídos”, cuenta.

Fernando,  Director de Enlaces Institucionales de la Brigada Topos, advierte de la posibilidad en la Ciudad de México, amplia y extendida (casi una leyenda negra entre los capitalinos) de un sismo de igual o mayor magnitud que el ocurrido hace 30 años.

“Se espera otro sismo grande en la Ciudad de México, se espera de aquí a cinco años, esto es cíclico. Va a venir de la misma región de la placas de Cocos”, alerta.

Y la ciudadanía no está preparada para ello. “Muchos no vivieron el sismo del 85 y no se dan cuenta de la magnitud de aquél desastre, creo que en general la población no lo está tomando de forma seria. Hay que tomar en cuenta que la mayoría de las construcciones son anteriores al 85, en la Roma sur y norte, de la Buenos Aires, de Tlatelolco, la Doctores, la colonia Juárez ya tienen cerca de 30 años sin mantenimiento y son edificios que no pueden resistir otro sismo de gran magnitud”, alerta.

Para Fernando, la zona de más alto riesgo en la Ciudad de México se encuentra en la Delegación Cuauhtémoc.

Esto no acaba

A las 7: 18 del jueves 19 de septiembre de 1985, en la colonia Pensil, Adrián Pérez González se miraba al espejo en su recámara, listo para salir a trabajar.

A las 7:18 de hace 30 años, Mario Luna Sosa, todavía acostado en su cama, en la colonia Morelos, pensaba: “un rato más y me levanto”. Su esposa, era ese día, la encargada de llevar a los niños al colegio.

A esa misma hora, Fernando Álvarez Bravo, estudiante de la carrera de Administración, sentado en un pupitre de la Universidad Lasalle, en la calle Benjamín Franklin, repasaba sus apuntes.

No sabían, no podían imaginar,  que un minuto después, todo cambiaría para ellos y la ciudad en la que vivían. Un minuto después, el minuto más largo de sus vidas, la claridad soleada de esa mañana de septiembre cambiaría a una luz tamizada por el polvo, una nube gris que flotó por días sobre el pavimento lloroso de la Ciudad de México.

Primero fue un mareo, después un “Dios mío, esto no acaba”. Adrián no podía salir de su recámara. La tierra se sacudía como jamás lo había sentido. “Quise llegar a la puerta, no pude, no pude tenerme de pie para llegar a esos tres metros que me separaban de la puerta”, recuerda Adrián.

“El techo de la recámara crujió, toda la casa crujió, me levanté como pude y me asomé a la ventana. Nunca olvidaré lo que vi. Afuera, los coches estacionados pegaban uno contra el otro”, recuerda Mario.

“Pensaba, ahorita pasa, pero no, seguía y seguía y seguía”, narra Fernando.

Las 7:19 de aquél jueves de 1985. El minuto más largo en la Ciudad de México.

“Temo que se repita, pero se va a repetir”, dice Fernando Álvarez Bravo. Mientras, los Topos siguen practicando cada domingo en la Tercera Sección de Chapultepec.

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Foto: Ricardo Maldonado

De entre las ruinas y las cenizas, nacen Los Topos

El 31 de marzo de 1986 nace la Brigada de Rescate Topos Tlaltelolco AC, así, con una L de más por un dedazo en el registro notarial. “Surgimos a raíz del sismo como un grupo de jóvenes de entre 16 a 23 años con deseos de ayudar”, dice Fernando Álvarez Bravo, Director de Enlaces Institucionales de los Topos. En la actualidad, la agrupación cuenta con 60 miembros activos y otros 60 en reserva. La edad límite para ingresar a la brigada es de 45 años, con estudios mínimos de preparatoria.

Los topos tienen otras dos delegaciones en provincia: Cancún y Poza Rica. Están capacitados en rappel, cabuyería, primeros auxilios, navegación terrestre, búsqueda en rescate y estructuras colapsadas. En el extranjero, los Topos han intervenido en el tsunami que asoló Indonesia en 2004, el terremoto de Haití en 2010 y el terremoto de Nepal en 2015.

LOS AUTORES

Olivier Pavón es periodista independiente. Ha colaborado en las revistas Chilango, Cartel Urbano (Colombia), Domingo y en reportajes de investigación en El Universal. Forma parte del colectivo Marchando con Letras, que recientemente publicó el libro “Ayotzinapa, la travesía de las tortugas”.

 

Ricardo Maldonado es fotoperiodista independiente. Ha colaborado en Agencia France Press México y ha participado en más de 70 exposiciones colectivas. Sus imágenes se encuentran publicadas en dos libros: Pasión por Iztapalapa (2008) y Antología Poética Coro en Llamas para el Che Guevara (2008).

 

 

 

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