REDACCIÓN
A continuación reproducimos íntegra la carta que María Scherer Ibarra escribió a su padre, Julio Scherer, en octubre del 2014
Julio Scherer García: Mi padre
Por María Scherer Ibarra
Desde hace muchos años supe que algún día estaría sentada aquí, mordiéndome las uñas mientras escribía este texto. Lo temí apenas lo advertí. Por fortuna, nadie me lo pidió antes. Hace unos meses lo hizo Enrique Krauze. Me contó que planeaba homenajear a dos personajes de la izquierda: José Revueltas y Julio Scherer. Francamente, no sé si se lo agradezco. Accedí porque creo, como en una verdad absoluta, que no hay padre como mi padre.
De mi padre poco se sabe. Del periodista acaso algo más: los trazos que ha delineado en sus libros más intimistas. No ha sido suficiente para algunos estudiantes y varios periodistas que me han utilizado como intermediario para tratar de obtener una entrevista con él. Pronto dejé de pasarle esos mensajes. Su respuesta era fácil de anticipar: siempre era la misma.
Mi padre ha insistido, y con razón, que por él habla su trabajo: sus entrevistas, sus reportajes. Se ha negado a cooperar cada vez que algún colega obstinado ha pretendido biografiarlo.
Creo que comprendí que mi padre era un gigante hasta que me matriculé en la universidad. Sabía, por supuesto, que era un hombre importante, querido y respetado, que todo el mundo lo conocía, lo mismo que él conocía a todo el mundo. Casi todos mis maestros me interrogaban sobre él. Querían saber qué me aconsejaba, qué me confiaba sobre el oficio periodístico. La mayoría se alegraba de tenerme entre sus alumnos, como si yo emanara alguna de sus virtudes profesionales. Aunque sus preguntas eran repetitivas, me encantaba escuchar –las más de las veces– la admiración que expresaban.
Mi mamá murió un mes antes de mis quince años. Nos acompañamos en el duelo y mi papá cumplió con el doble rol de la única manera posible, colmándome de amor. Fue él quien me condujo por la vida de mi madre. La conocí a través de sus recuerdos. Me contó su historia mejor que ella misma.
Conservo en un lugar aparte esta tarjeta suya: “Que mi amor te alcance en el camino, te decía tu madre. Y su amor te alcanza en tus hermanos y en tu padre.”
También guardo imágenes entrañables. Una se parece mucho a una fotografía que le tomó el papá de mi hijo Pablo. Mi padre está sentado frente a su escritorio. Lleva una camisa blanca. Distingo dos de sus más amadas pertenencias: la foto de mi madre y una banderita de México. Manipula su vieja Olivetti (tiene dos idénticas, por si una se descompone). Los anteojos se le han resbalado y se balancean a la mitad de su nariz.
No sé si interrumpirlo. Se ve muy concentrado. Al fin me decido y separo las puertas corredizas de su biblioteca.
–Hola, pa –le digo. Voltea hacia mí y se quita los lentes. Me sonríe, y toda la dulzura se condensa en un gesto.
–Qué bonitos ojos tengo –me contesta, mientras mira fijo los míos. Siempre han dicho que tenemos los mismos ojos.
No olvido el 23 de marzo de 1994. Ese día, mi padre me enseñó que no hay promesa pequeña. Habían asesinado a Luis Donaldo Colosio. El ritmo de las noticias se aceleró frenéticamente conforme corrieron las horas. A las nueve de la noche, desde la cocina, escuché girar la cerradura de la puerta de la entrada. Mi padre traía un sobre manila en la mano. Lo abrió y me mostró su contenido: la primera prueba para la portada de Proceso.
Laura –que vivía y trabajaba en casa– nos ofreció unas quesadillas.
–¿Te quedas?
–Tengo que volver a la revista.
–¿Solo viniste a enseñarme la portada?
–No, hijita. Vine porque quedamos para merendar. Vengo tarde, no me esperes.
En 1999 dejé la casa de mi padre para casarme. Fui la última, pero nunca tuve remordimientos de conciencia. Él aprecia la soledad. La necesita. Nos lo ha dejado bien claro.
Extraño muchas cosas de nuestra vida en común: su compañía única, su permanente buen humor, su conversación inagotable. Pero sobre todo me hacen falta sus incesantes muestras de amor. Prácticamente a diario –juro que no exagero–, mi papá dejaba una nota en mi buró. La colocaba ahí temprano en la mañana, antes de salir, o por la noche, cuando me encontraba dormida. Conservo muchísimas tarjetas suyas que dicen solo Te amo. Dos cajas protegen cientos más. Elegí una al azar, porque no puedo decidirme por ninguna. Escribió:
Hija preciosa:
Ya no más amor, ya no tanto. Hay horas en que cubres mi pensamiento íntegro. ¡Basta!
Mi papá lleva años despidiéndose. “Cuando sea flor…”, nos previene. Por fortuna, he alcanzado la madurez a su lado. Justo ahora, cuando mi amor por él alcanzó su plenitud, es el momento: yo también quiero honrar a mi padre, que nunca será flor. Será árbol.