La corrupción es uno de los principales problemas que aquejan a los mexicanos. Y no es particularmente porque sea un fenómeno novedoso ni exclusivo de México, sino porque, como nunca, son cada vez más frecuentes las noticias que reseñan la forma en que los gobernantes se apropian de los recursos públicos así como los cínicos mecanismos novedosos diseñados para hacerlo.
La corrupción de los gobernantes trastoca el principio democrático de que toda actividad pública, de la que son representantes, tiene como objetivo fundamental la persecución del interés conjunto de los gobernados.
Para que dicho problema se convierta en un fenómeno de la agenda pública han incidido múltiples factores: a) una sociedad cada vez más politizada, b) mayor competencia política por el poder y c) medios de comunicación más comprometidos con sus audiencias y c) nuevas tecnologías que posibilitan formas novedosas de comunicación.
Pero para que existan corruptos son necesarios la existencia de dos factores: a) corruptores que buscan beneficios particulares a partir del ofrecimiento de favores para el gobernante y b) un entorno que permite que el fenómeno no sea sancionado y, por el contrario, sea por muchos replicado. Si existiera poca corrupción, el riesgo de costos mediáticos y de ser apresado se incrementaría. A mayores involucrados, menos posibilidades de ser pillado y, en su caso, de ser sancionado. Infortunadamente los casos de corrupción desde los más altos niveles de poder han permeado todas las instancias de gobierno. Pese a los acalorados discursos de algunos políticos para resolver el problema, los números integrantes de la clase política involucrados harán imposible la generación de instituciones formales que deriven en un ataque frontal al flagelo. En el pasado así ha sucedido y no existen indicios reales de cambio en el porvenir.
@NVS_