A un año de la muerte y desaparición de estudiantes en Ayotzinapa, en el ámbito nacional e internacional la exigencia es unánime: justicia. Más allá de una discusión sobre la justicia de los clásicos (“Es justo dar a cada uno lo suyo”, Solón); de la ideología liberal, en donde la libertad conlleva la justicia; o de la igualdad para los socialistas; en el contexto actual y en particular de la muerte y desaparición de estudiantes el 26 de septiembre de 2014, la exigencia unánime de justicia se vincula con el respeto por los derechos humanos.
Pese a tales exigencias, duele observar la indiferencia fáctica del Estado Mexicano ante los gritos de los padres que perdieron a sus hijos; pero lastima aún más el desdén con que son tratados a partir de un discurso falto de credibilidad, una administración de justicia ineficiente y, en el extremo, con resultados de investigaciones carentes de rigor científico y técnico. Sin consecuencia alguna para los responsables.
Ante la demanda de justicia y del respeto por los derechos humanos, promesas y más promesas son la estrategia dominante de las instituciones responsables de satisfacer estas legítimas demandas. El discurso hueco y las reuniones estériles son la oferta del discurso oficial. Un catálogo de buenas intenciones.
No obstante ello, las denuncias de violaciones a los derechos humanos individuales y colectivos, por acción u omisión, siguen presentándose todos los días. La parálisis de nuestros gobernantes pareciera indicar a veces una incapacidad real de detener esta dinámica perversa; pero en otras, pereciere que está encaminada precisamente a generar miedo, parálisis social, e indiferencia generalizada ante una política económica y social opresiva y exfoliante de la riqueza nacional. Como sea, las consecuencias sociales más temprano que tarde serán dramáticas para nuestra nación.