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Por: Anayeli García Martínez, enviada
Una de las tantas migrantes sobrevivientes de trata de personas es Irma (nombre ficticio), una hondureña que hace 17 años fue obligada a trabajar en un bar del estado de Oaxaca, lugar del que logró escapar, y quien ahora ayuda regularmente a otras centroamericanas en el albergue “Hermanos en el Camino”, en esta localidad oaxaqueña.
Como una forma de expresar su solidaridad con la X Caravana de Madres Centroamericanas “Puentes de Esperanza”, que el pasado lunes por la noche llegó esta ciudad, Irma contó a las mujeres que ella y su madre también estuvieron incomunicadas por años hasta que en 2011 lograron volver a encontrarse.
La historia de Irma comenzó en 1997 cuando salió de Honduras con el sueño de trabajar en Estados Unidos para comprar una casa a su madre; sin embargo, no cumplió su objetivo. “Me fui porque no soportaba ver a mi mami trabajando día y noche para pagar la renta; no teníamos una casa propia y todavía no la tiene”.
Cuando Irma llegó a México se quedó a trabajar como mesera en Puerto Madero, estado de Chiapas, pero tiempo después conoció a una mujer que estaba reclutando empleadas para trabajar con mejor sueldo en Oaxaca. Sin mayores conocimientos que la limpieza y la cocina decidió ir con ella.
“En Migración primero se fueron a la cabina. Allí no sé de qué hablaron, creo que ya la conocen”, relató al explicar que en Tonalá y Arriaga (ambas localidades chiapanecas) pasaron por Migración, pero no fueron detenidas a pesar de no tener documentos de estancia legal.
Cargando en brazos a su hija de dos años de edad, agregó: “Una mujer me llevó para Oaxaca; esa señora trajo varias muchachas centroamericanas; nos metió a un lugar que, dijo, era su casa. Cuando ya iba anocheciendo empezaron a poner luces muy muertas, de varios colores. Empezaron a entrar hombres”.
Ahora madre de tres hijas mexicanas, de nueve, siete y dos años, Irma relata que el primer día la patrona les dio ropa y comida, y después les dijo que tenían que trabajar. Cuando ella preguntó qué harían, la respuesta fue simple: beber alcohol con los hombres. Así comenzaron nueve meses de encierro y maltrato.
Irma narró que un día logró escapar, aunque tuvo que sortear que la casa estaba rodeada de una malla, así que escarbó la tierra y pudo hacer un hoyo por donde salió y corrió.
Ya en la calle se encontró sola y sin documentos de identidad, porque la señora que la tenía cautiva se los quitó. Como Irma, hay 2.5 millones de personas confinadas a trabajos forzados, de las cuales 43 por ciento son víctimas de explotación sexual, según datos de la Organización Internacional del Trabajo (OIT).
“Cuando mi mami deja de tener comunicación conmigo, yo me sentía con las alas atadas, como en querer seguir adelante o regresar. Aquí me quede, ya no me pude mover para atrás ni para adelante”, recordó.
“Yo buscaba la oportunidad que me inspirara confianza”, así conoció a un hombre que la ayudó y le dijo que fuera al albergue, donde la podrían auxiliar. Días después consiguió trabajo en otro restaurante. En el albergue para migrantes le ayudaron a contactar a su madre en Honduras, y en 2011 se vieron nuevamente.
En su paso por Oaxaca, la caravana conoció a Irma y a sus hijos. Ella aún padece violencia: vive con el padre de sus hijas, pero él la golpea y ella acude al albergue por comida para su familia.
Tiene miedo de huir porque sus hijas tienen nacionalidad mexicana y su esposo amenaza con quitarle a las niñas, y acusarla de abandono de hogar si ella hace alguna denuncia.
Mientras Irma narraba su historia, sus hijas más grandes corrían, jugaban e intentaban tomar las cámaras de los fotógrafos. En tanto, su madre permanecía sentada en la improvisada capilla donde el sacerdote Alejandro Solalinde –titular del albergue “Hermanos en el Camino”– recibe a las y los migrantes que llegan en busca de refugio antes de seguir su viaje en el tren de carga conocido como “La Bestia”, y que llega hasta la frontera con EU.