Por Eduardo Ibarra Aguirre
Como un regalo o chantaje para México y el presidente Andrés Manuel, en la víspera de su arribo a los primeros 100 días de gobierno, la calificadora Standard and Poor’s, que como todas no tiene quien la califique, salvo sus amos del gran capital de la aldea, decidió mover de estable a negativa la perspectiva de calificación de la deuda emitida por varias de las principales empresas y entidades financieras, para adecuarla al cambio que en el mismo sentido realizó el 1 de marzo respecto de los pasivos del gobierno mexicano.
Las empresas afectadas por el cambio son la Comisión Federal de Electricidad, América Móvil (operadora de Teléfonos de México y Telcel), así como Coca-Cola FEMSA y la cadena Liverpool.
Por si no fuera suficiente, S&P también modificó a negativo el futuro de la deuda emitida por 77 entidades bancarias y siete aseguradoras, entre ellas todos los bancos de desarrollo (Nacional Financiera, Banco Nacional de Obras y Servicios Públicos, Banco del Ejército y Fuerza Aérea, Bansefi, entre otros), además de instituciones privadas como BBVA Bancomer, Banorte, Citibanamex, HSBC, Inbursa y Scotiabank.
De acuerdo con especialistas, el cambio de perspectiva de la deuda significa que en una próxima revisión existe una alta probabilidad de que ocurra una baja en la calificación, lo que encarecerá el costo que pagan el gobierno o las empresas para financiar la deuda ya contratada y de las nuevas emisiones. El mayor costo, explican, reduce los recursos disponibles para inversión o, en algunos casos, se traslada a los consumidores. E introducir factores de desestabilización en la economía mexicana
Si bien es cierto que se califican procesos económicos y financieros de largo aliento, es inocultable el malestar de S&P y otras calificadoras como Moody’s y Fitch Ratings, amén de los gigantes trasnacionales para los que laboran, con la decisión de cancelar el impar negocio privado que representó el proyecto aeroportuario de Texcoco, como lo acaba de reiterar la Asociación Internacional del Aerotransporte, así como las nuevas políticas para frenar el saqueo de las últimas décadas contra Petróleos Mexicanos y la suspensión de rondas y licitaciones en la empresa petrolera, así como la Comisión Federal de Electricidad, para abrir paso a su rescate como columnas vertebrales de una economía distinta a la impuesta a partir de 1983.
Por lo que hace a Pemex, contrasta sobremanera que los despachos de consultoría dieron excelentes notas a una empresa que estaba desmantelada en el contexto de la reforma energética y ahora, cuando el gobierno de AMLO se empeña en sanearla, fortalecer sus finanzas y limpiarla de prácticas corruptas generalizadas como el robo masivo de combustibles, consideran que crecen los riesgos para sus acreedores.
O bien se trata, precisamente, de apuntar hacia el impulso de la desestabilización de la economía mexicana y en particular la frágil relación (sólo excelente en términos mediáticos) entre el gobierno de la cuarta transformación y los grandes capitales nacionales, para generar una fractura artificial entre los sectores público y privado. De corroborarse tal propósito perverso, pero comprensible de parte de “los mercados” –como eufemísticamente llaman los propagandistas del neoliberalismo a los dueños de la aldea, registrados ayer por la revista Forbes–, estaríamos ante un mecanismo de chantaje y una de las muchas maneras en las que los capitales trasnacionales subordinan a las naciones soberanas al capitalismo salvaje.