Los mineros tenían que irse. Sus excavadoras, dragas y mangueras de alta presión abrían la tierra, contaminando el agua, envenenando a los peces y amenazando la forma en que se había vivido en este tramo de la Amazonia durante miles de años.
Así que una mañana de marzo, los líderes de la tribu munduruku prepararon sus arcos y flechas y se apretujaron en cuatro botes para expulsar a los mineros. «Ha sido decidido», dijo Maria Leusa Kabá, que ayudó a dirigir la revuelta. El enfrentamiento fue parte de una lucha que las comunidades indígenas están librando por todo Brasil. Pero la batalla va mucho más allá de su supervivencia individual, amenazando el destino de la Amazonia y su papel fundamental en el cambio climático.
• En años recientes, el Gobierno brasileño ha recortado marcadamente el gasto en las comunidades indígenas, mientras que los legisladores han presionado por cambios regulatorios impulsados por industrias que buscan un acceso sin restricciones a partes de la Amazonia que han estado protegidas por la Constitución nacional.
• Ahora, Brasil ha elegido a un nuevo Presidente de extrema derecha, Jair Bolsonaro, que ha prometido reducir la aplicación de las leyes ambientales, al considerarlas un impedimento para el crecimiento económico. «Donde hay tierra indígena, hay riqueza debajo de ella», dijo el año pasado.
• Mucho antes de la victoria de Bolsonaro, los descendientes de los habitantes originales de la Amazonia, la selva tropical más grande del mundo, se habían vuelto vulnerables a mineros, taladores y agricultores que han estado despejándola.
• Del 2006 al 2017, la parte brasileña de la Amazonia perdió más o menos 238 mil kilómetros cuadrados de cubierta forestal, de acuerdo con Global Forest Watch. «Él representa una institucionalización del genocidio en Brasil», dijo Dinamã Tuxá, coordinador de la Asociación de Pueblos Indígenas de Brasil, acerca de la Presidencia de Bolsonaro.
• Un vocero del equipo de transición de Bolsonaro declaró que nadie haría comentarios sobre asuntos indígenas porque los funcionarios estaban concentrados en «cuestiones mucho más importantes».
Los expertos dicen que el índice de deforestación en la Amazonia, que absorbe enormes cantidades del dióxido de carbono del mundo, hace casi seguro que Brasil fallará en algunos de los objetivos de mitigación del cambio climático que estableció en el 2009 en la cumbre de la ONU. Fiscales y ambientalistas han dicho que la Amazonia está al borde de un daño irreversible, lo que potencialmente llevará a la extinción de comunidades indígenas.
Oficialmente, la lucha por el futuro de la selva amazónica se libra en las cámaras legislativas de la Capital del País. Después de que la economía de Brasil cayó en recesión en el 2014, los políticos y líderes industriales que favorecen relajar las protecciones ambientales ganaron ventaja. Han tenido algo de éxito debilitando las protecciones. Pero al tiempo que mineros, taladores y agricultores irrumpen en la Amazonia, legalmente o no, el paisaje está siendo transformado.
Osvaldo Waru Munduruku, jefe de uno de los pueblos munduruku más remotos, Posto de Vigilância, explicó cómo esta pequeña aldea, hogar de unas 15 familias, se convirtió en centro del comercio minero ilegal.
Cuando los primeros «mineros blancos», como él los llama, llegaron en el 2015 para sugerir una sociedad, Waru estuvo tentado. Sabía que había poco que pudiera hacer para detener a los mineros. Si una fiebre del oro estaba a punto de surgir, razonó, el pueblo bien podría aceptar una tajada.
Esta clase de cooptación se ha vuelto común en áreas remotas de la selva. «Divide y conquistarás», dijo Fernanda Kaingáng, abogada de derechos indígenas que pertenece a la tribu kaingang. «Ésa es la estrategia usada para promover la división en comunidades indígenas a fin de asegurar acceso a madera, minerales y tierra».
Los mineros en el pueblo de Waru construyeron un asentamiento paralelo y lo recompensaron con el 10 por ciento de las ganancias cada mes —unos cuantos dólares, dijo. «Lo ahorrábamos y ahorrábamos hasta que había suficiente para comprar cosas para la comunidad», indicó Waru. Con eso se pagó un motor para una lancha, un generador y un radio.
Pero luego empezaron los casos de diarrea entre niños. La erosión tornó al río un color café arena. Los peces, que por mucho tiempo habían sido un alimento básico, ahora tenían altos niveles de mercurio, que se utiliza para extraer oro.
Regreso de las minas
Más de 896 mil indígenas viven en Brasil —menos del 0.5 por ciento de la población. En el año 1500, cuando llegaron los primeros colonizadores portugueses, entre 3 y 5 millones de personas vivían en lo que se convertiría en Brasil. Enfermedades traídas por los europeos acabaron con cientos de miles. Sobrevino la esclavitud.
Para los años 60, cuando inició la dictadura militar de Brasil, la población indígena había caído a menos de 100 mil. Los generales consideraban a las comunidades indígenas de la Amazonia como impedimentos para el desarrollo y las sacaron de aldeas alejadas para asimilarlas.
En 1988, cuando fue redactada la actual Constitución de Brasil, buscó reparar los abusos del pasado, activando un proceso para proteger territorios indígenas. Ahora hay más de 600 y abarcan más del 13 por ciento del País. Pero al tiempo que la recesión golpeaba al noreste empobrecido de Brasil y a los estados de la Amazonia, los forasteros se aventuraron a tierra munduruku.
Reavivaron las minas de oro que el Gobierno había cerrado en los 90. Cuando los mineros se presentaron en aldeas indígenas junto al Río Tapajós en el 2015, encontraron a comunidades en peor condición que la de ellos. En una, Caroçal Rio das Tropas, las familias viven en chozas deterioradas y duermen en hamacas.
A algunas familias les va mejor que a otras, con electrodomésticos funcionando gracias a generadores. Eso, dijo Ezildo Koro Munduruku, es el resultado de las ganancias del oro que han transformado el área —y a la tribu. A medida que los campos mineros llevaron alimentos procesados, alcohol, drogas y prostitución a la región, varios hombres munduruku aprovecharon la oportunidad para hacer dinero. El oro trajo sólo beneficios modestos y efímeros, apuntó.
«Estamos enfermos, física y espiritualmente, dijo Ezildo, de 41 años. «Si ganan 100 gramos de oro, lo gastarán en alcohol y prostitutas».
Después de tres días de tenso debate, las mujeres de la tribu dijeron la última palabra. Kabá colgó un letrero para resumir el plan. «Paralizar la actividad minera ilegal en la zona indígena; limpiar el territorio y expulsar a todos los invasores de territorio munduruku», decía.
Los mineros sabían que se acercaba una revuelta y habían intentado atajarla. Volaron a la aldea en avión, llevando bolsas de arroz, frijoles y pasta, junto con soda de sabor uva y naranja —una ofrenda de paz.
Cleber da Silva Costa, de 47 años, el minero que llevó el regalo, dijo que sabía que lo que los mineros hacían era ilegal. Sin embargo, argumentó que su delito era meramente un síntoma de un daño más ofensivo. Da Silva, que tiene tres hijos, afirmó que el campo hacía más para preservar que destruir las comunidades indígenas. «Lo poco que tienen hoy es gracias a los mineros», declaró. «El Gobierno no ayuda. Se roban todo el dinero. Podríamos estar equivocados. Pero aquí, es la ley de la supervivencia».
Unos 30 miembros de la tribu se propusieron desalojar a los mineros. Pero tras caminar arduamente durante más de seis horas, llegaron al primer campo de extracción de oro agotados, hambrientos y sedientos.
Amarildo Dias Nascimento, el supervisor del campo, recibió de buena manera a la delegación, y dio instrucciones a sus cocineros de que ofrecieran un banquete a los invitados. Nascimiento, de 47 años, argumentó que los mineros simplemente intentaban sobrevivir.
«Muchos se han quedado sin opciones», dijo, apuntando hacia sus hombres. «¿Te vuelves un ladrón en Río de Janeiro? Muchos están aquí porque no quieren recurrir a eso».
A la mañana siguiente, Kabá convocó a los mineros y dijo: «este territorio no es de ustedes. Aquí es donde obtenemos el sustento para nuestros hijos. No dependemos del oro, sino de las frutas y animales que ustedes están ahuyentando». Nascimento escuchó cortésmente.
«En el momento en que nos pidan que nos vayamos, lo haremos de inmediato», manifestó.
Sin embargo, cuando los munduruku se fueron, aún no quedó claro cuando los mineros se irían, si es que lo hacían.
Los munduruku se dirigieron al siguiente campo minero. Pero era más grande, y enfrentaron a un grupo mucho menos cordial. «Tuvimos que regresarnos porque estaban armados», dijo Kabá.
«La expectativa de los líderes indígenas cuando denunciaron lo que estaba sucediendo era que el Estado iría y expulsaría a la gente blanca», dijo Danicley de Aguiar, activista de Greenpeace que ha aconsejado a los líderes munduruku. Eso no sucedió. «Si fuera por mí, no tendríamos más regiones indígenas en el País», dijo Bolsonaro tras ganar la elección presidencial el mes pasado. /AGENCIAS