Al parecer, Donald Trump sigue en la idea de que su país abandone el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), al que considera perjudicial porque Estados Unidos compra a México más de lo que le vende, con una diferencia de 60 mil millones de dólares anuales. Pero esa cantidad es menos del 10% del déficit de la mayor economía compradora del mundo que es la estadunidense. Además, México paga 20 mil millones de dólares de intereses y traslada más de 15 mil millones de utilidades y dividendos. Sin el TLCAN, ese panorama no cambiaría por pura inercia porque ya existe un nuevo nivel de integración económica entre ambos países.
Desde México es necesario hacer un balance del Tratado pero como parte de la política económica aquí implantada.
Conforme se desgastaban las políticas de economía dirigida y sustitución de importaciones en los años 80, la línea liberalizadora se fue abriendo paso en un marco de inflación, enorme déficit fiscal, crisis de la deuda pública y disminución del ritmo de crecimiento de la economía. La primera gran reforma comercial fue la apertura unilateral de 1990-91. El TLCAN (1994) llegó después de que nuestra economía estaba ya más abierta que la de Estados Unidos.
No debería verse el Tratado como algo aislado. La liberalización buscaba estabilidad macroeconómica mediante el control de la inflación, la reducción del déficit público en términos del PIB y la promoción de la inversión extranjera, todo lo cual estaba relacionado con la apertura comercial. Nada mejor para el neoliberalismo visto desde México que un acuerdo arancelario y de inversiones con Estados Unidos.
Al mismo tiempo, para «adelgazar al Estado», se llevaron a cabo varias privatizaciones, las cuales fueron atracos a la nación. En México no existe ningún esquema monopólico que no haya sido producto de decisiones de gobierno y no forme parte del esquema del Estado corrupto.
El primer gran tropezón de la nueva política económica fue la crisis de 1994-95 (Salinas–Zedillo), con recesión, inflación de más del 50%, revolución de las tasas de interés y fraudulento rescate bancario que costó a la nación 100 mil millones de dólares, la mayor parte de los cuales se siguen debiendo a los bancos «rescatados» y cuyos intereses se pagan por la vía presupuestal. Aquella crisis fue producto de un modelo de financiamiento, aún vigente, que torna extremadamente vulnerable a la economía mexicana, tal como lo volvimos a observar en 2008-2009 (Calderón-Carstens), cuando el «catarrito» pronosticado por el gobierno era en realidad una fuerte recesión.
Las décadas de política neoliberal arrojaron un ritmo de crecimiento del PIB significativamente menor que en el gran periodo anterior; una mayor desigualdad en el ingreso; una desindustrialización a través de sustituir productos nacionales por importaciones; una concentración de la industria de exportación (300 empresas); una reducción relativa de la producción de alimentos; un estancamiento de la demanda interna con enorme crecimiento de las exportaciones; una concentración donde el 0.12% acapara la mitad de la riqueza individual. En México, hoy existe mayor injusticia social que antes.
Con el TLCAN también se profundizó la concentración geográfica de la producción manufacturera en unas cuantas entidades y ciudades del país, donde los obreros industriales podían obtener salarios mayores pero en el marco de una disminución salarial nacional. Hoy, el ingreso medio real de los trabajadores es menor que antes del inicio del largo periodo de las crisis sucesivas.
Como consecuencia, existen niveles demasiado desiguales en la productividad del trabajo, de tal forma que ésta es mucho mayor en las manufacturas vinculadas al comercio internacional, mientras la capacidad productiva del resto de la fuerza de trabajo se encuentra relativamente estancada. El resultado es, naturalmente, que se profundiza la desigualdad social aun en el seno de los trabajadores.
México es hoy una sociedad más atomizada, un país de mayores privilegios estructurales, una economía donde la pobreza está más extendida. A esto ha contribuido el programa de liberalización, el modelo de financiamiento basado en el capital parasitario y la estrategia de centrarse en las exportaciones y el TLCAN, todo ello como parte de un plan que prometía progreso.
El tratado puede ser denunciado (abandonado) por Estados Unidos, conforme el artículo 2205, seis meses después de notificar su intención a las otras dos partes, México y Canadá. La cuestión consistirá en la reacción del Congreso estadunidense. Hay que recordar que el Partido Demócrata, en su inmensa mayoría, votó originalmente en contra del TLCAN a pesar de que había sido asumido por William Clinton, quien ya había llegado a la presidencia del país.
En Estados Unidos el tema siempre ha sido analizado de acuerdo con intereses sectoriales. Para algunos, abandonar el tratado sería mal negocio, mientras que para otros sería una oportunidad.
Como economía, Estados Unidos se ha beneficiado más con el TLCAN, no sólo debido a la ampliación de su campo de inversiones sino a que éstas se encuentran aseguradas en México en el marco de un esquema de libertad comercial y financiera. Las ganancias de las compañías estadunidenses, incrementadas por efecto de los menores costos mexicanos, se realizan en gran medida en el mercado de su propio país y pueden reinvertirse o no en México.
La economía norteamericana se ensanchó con el Tratado, mientras que México se ancló mucho más en las relaciones con el norte y selló su suerte a la demanda estadunidense antes de ampliar su mercado interno, diversificar su comercio internacional y elevar su capacidad tecnológica. Algunos pocos se han beneficiado, pero no sólo por el TLCAN sino por toda la política neoliberal, poderosa productora y reproductora de desigualdades y pobreza.
El TLCAN ha brindado represalias. Su ausencia también traería consecuencias. Sin embargo, la suerte de México se encuentra, como siempre, en el terreno de la lucha política donde se habrá de decidir si sigue por el mismo camino neoliberal o se busca una nueva ruta.