Cuando el sol iluminó, el gobierno no conocía ni remotamente las consecuencias del sismo de la medianoche anterior. En la mañana del viernes 8 de septiembre de 2017, oficialmente todo parecía casi normal o al menos incierto. Las declaraciones eran ambiguas porque el sistema de protección civil es en México un renglón más en el presupuesto antes que una organización popular, como la observamos en muchos otros países. Poco a poco, los medios de información fueron relatando las consecuencias más visibles del temblor: «hay decenas de muertos y un tercio de las casas de Juchitán está inhabitable».
Por su parte, el presidente de la República, ubicado en el cuartel de las catástrofes, ya había dicho, todavía de madrugada, que el sismo era el de mayor magnitud en cien años, pero sin tomar en cuenta los factores de duración y forma de movimiento del suelo, mucho menos sus consecuencias, pues aunque a Peña le gusta dar primicias, carecía al respecto de conocimiento. No obstante que no se sabía ni por aproximación lo que había ocurrido, era menester decir algo aunque fuera superficial, inexacto o exagerado. Así opera el gobierno.
La realidad, sin embargo, como siempre, estaba ahí, pero no frente a los gobernantes. Cuando el «jefe del Ejecutivo» acudió por vez primera a Juchitán a tomarse la foto de espalda a unas ruinas, junto al gobernador y la alcaldesa, no se sabía el tamaño de la catástrofe pero las promesas eran fabulosas: «llegará toda la ayuda necesaria», cosa que no ha ocurrido una semana después.
Luego, cuando Osorio Chong estaba diciendo en Chiapas que no era justo lucrar con la desgracia, el presidente priista del Congreso oaxaqueño repartía personalmente despensas etiquetadas con su nombre y, en la capital del país, la esposa del «jefe del Ejecutivo» ya había despachado en ceremonia ante las cámaras algunas toneladas de víveres desde el Campo Marte. Por su parte, el secretario de Educación, Aurelio Nuño, fue a Juchitán a ofrecer la reparación de escuelas y «toda otra ayuda necesaria», pero entonces el secretario de Hacienda, José Antonio Meade, advirtió que va a ser todo «un reto» conseguir dinero para la construcción de viviendas porque, al parecer, son muchas las dañadas. Se nos informa, no obstante, que «somos el único país del mundo en el que, todavía en situación de emergencia, ya estamos haciendo el censo para iniciar la reconstrucción», en palabras dichas por el jefe de la «protección civil», que es Osorio Chong, cuya secretaría, la de Gobernación, debió hacer, mucho antes, el censo de edificios en malas condiciones y de vivienda precaria, como instrumento para emprender las reparaciones antes de que se derrumbaran, pero ni siquiera tiene completos los llamados atlas de riesgo. Mientras, el «jefe del Ejecutivo», en persona, era el encargado de informar el número de muertos conforme iban ocurriendo los decesos o encontrándose los cuerpos.
Cinco días después del sismo, se emitió una declaratoria para activar el Fondo de Desastres, quizá porque durante los anteriores cuatro días todavía había dudas sobre lo ocurrido. No se sabe, sin embargo, cuanto dinero se va a girar desde la Tesorería de la Federación, ni para qué objetos. Mas, para moderar el gasto, se avisa al pueblo la cancelación de la cena prevista en Palacio el 15 de septiembre, aunque hace cinco años que no se realiza aun sin temblor de tierra.
El Estado mexicano sigue sin contar con la organización adecuada a un país de grandes desastres naturales. Esto se debe a que después de las calamidades sobrevienen cosas más importantes, como repartir despensas en tiempos electorales y, luego, recompensar el voto emitido, por ejemplo. La protección civil tendría que sustentarse en un servicio que involucrara a toda la población, en lugar del militar que actualmente no sirve para nada, con el propósito de capacitar y organizar a la gente para prevenir daños y encarar las catástrofes. Este proyecto ha estado congelado en el Congreso desde 1998.
Pero se requiere algo más: evaluar las condiciones en que se encuentra la vivienda popular, especialmente en las zonas de sismos, huracanes, inundaciones y deslaves que, en conjunto, conforman la mayor parte del país. El mejoramiento de la vivienda debería ser un programa prioritario de los presupuestos.
En México, los damnificados de temblores, vientos huracanados, desbordamientos de ríos, mares profundos, enterramientos, socavones y anegaciones duran años en esa condición, como lo hemos visto tantas veces, pero se va haciendo menor la publicación de videos, fotos y testimonios. Poco a poco se va «olvidando» la desgracia para volver al infortunio de siempre. Esto ocurre en muchos países, es cierto, pero no es consuelo.
Mas en lo que México resulta inigualable es en la actitud de su gobierno, su clientelismo de la desgracia, su demagogia de la reconstrucción, su vanagloria de no hacer gran cosa, su discurso vacío y su patética actitud piadosa que termina en decepciones o ridiculeces, tal como se lo dijeron en su cara a Aurelio Nuño en Juchitán.
Lo más afrentoso, sin embargo, es el gasto en publicidad de los gobernantes, empezando por el presidente de la República. Mas no es sólo por el monto de lo erogado que podría ser útil para otro efecto, sino por la utilización de la catástrofe para aparecer en actos políticos montados por el ogro filantrópico, como llamaba Octavio Paz al Estado mexicano. La desgracia es usada para fabricar una imagen de gobernante bueno y misericordioso sólo por lo que dice que hará, aunque siga negándose a responder por lo que antes no hizo.
No es pequeño el cambio político que requiere México pero tampoco es tan difícil lograrlo. Quizá pronto.